Por Rivelino Rueda
Para quienes perciben la historia
como una competencia,
el atraso y la miseria de América Latina
no son otra cosa
que el resultado de su fracaso.
Perdimos; otros ganaron.
Pero ocurre que quienes ganaron,
ganaron gracias
a que nosotros perdimos:
la historia del subdesarrollo
de América Latina integra,
como se ha dicho,
la historia del desarrollo
del capitalismo mundial.
Eduardo Galeano/Las venas abiertas de América Latina
Para Larissa la “nueva normalidad” no sólo es soportar las múltiples agresiones de Martín en los dos meses y medio de cuarentena, ahora también es atragantarse la rabia de una pareja en el desempleo y borracha la mayor parte del día por la reapertura a la venta de cerveza.
Ismael no deja de apretar con fuerza sus riñones famélicos, inservibles. La “nueva normalidad” lo mantiene en la incertidumbre de siquiera llevarse algo al estómago. Arrastra lo que antes fue una carriola de juguete color rosa. En la base lleva un maletín blanco y en el rostro una mueca vieja de dolor inclemente.
No hay encargos, no hay donaciones, no hay monedas, no hay medicinas, no hay alivio. El hombre en situación de calle no quiere un “regreso a lo normal” o una “nueva normalidad”. Ismael comenta que lo peor que le puede pasar al país es retomar la normalidad de antes de la pandemia.
“¿Es normal que me saquen la vuelta por mi aspecto? ¿Es normal la miseria en la que vivo? ¿Es normal que me pueda morir en cualquier momento por no tener atención médica?”, pregunta el hombre de cuarentainueve con una enorme barba de ermitaño, lentes oscuros y semblante pajizo.
Un traje negro con remedos en el saco, a la altura de los codos, y en el pantalón, en la parte trasera de la pierna izquierda es la agobiante “nueva normalidad” para Heladio. Suda frenéticamente una impotencia estremecedora.
Busca trabajo. No hay nada. El cubrebocas blanco está empapado de agua salada. Los ojos están inyectados de rabia. Perdió el empleo hace dos meses y la devastación cincela su rostro. Busca reposo en la banca de un parque. Imposible. El calor lo carcome lentamente. Tiene una sombra fantasmal que no corresponde a su cuerpo. Tiene trabado entre el tapabocas y los labios disparates de desesperación.
Durante las protestas en Chile que iniciaron en octubre de 2019, e incluso aún todavía, en medio de la peste, las fuerzas represoras del gobierno de Sebastián Piñeira están desquiciadas por la proyección de mensajes e imágenes en los edificios en las noches de Santiago. Pero hay una que lo ha partido en dos, que los ha exhibido, y que le ha dado una razón de ser a este movimiento emancipador:
“No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema”.
Y es que en Chile la normalidad es una Constitución que fue construida bajo la tutela del criminal Augusto Pinochet, la cual protege bajo un manto de impunidad a las fuerzas militares y policiacas (carabineros) de cualquier violación a los derechos humanos.
La normalidad en el país andino también es la extrema pobreza y la marginación, que fueron escondidos debajo de la alfombra mientras la hidra del capitalismo ponía como ejemplo a ese país por su “conducción económica”.
Pero además el monstruoso clasismo, la vergonzosa segregación de millones de chilenos de escuelas, universidades, centros de trabajo. La profunda discriminación hacia los pueblos originarios o a los estratos sociales más bajos. Y en medio de todo el arraigado fascismo y su disposición a llegar hasta las últimas consecuencias para seguir manteniendo sus privilegios.
En Estados Unidos ocurre hoy lo mismo. La histórica normalidad en la que se basó la nación más poderosa del mundo fue por medio de la segregación racial, del odio hacia el otro, de persecución y exterminio a otra raza que no llegó a ese país bajo voluntad propia, sino producto de esclavismo del que frecuentemente se vanaglorian amplios sectores de esa sociedad, alentadas incluso por su propio presidente.
Una normalidad que utiliza aeronaves de guerra, a la fuerza pública (ejército, marina, policía, guardia nacional) para silenciar las protestas desatadas tras el brutal asesinato de George Floyd a manos de policías de Minneapolis. Una normalidad que sin pudor llama “terroristas” a sus propios ciudadanos, que utiliza un brutal lenguaje de guerra en contra de capas de la población que buscan enderezar el camino del racismo en el que se autodenominó “el país de las libertades”.
Una hipócrita normalidad que condena en Venezuela lo que hoy hace a su propio pueblo. Una normalidad que ha sido permisiva con las decenas de masacres en colegios de ese país, perpetrados por niños y jóvenes con acceso libre a armas de alto poder, y todos con un discurso supremacista. Una normalidad que permite y se enorgullece de organizaciones como la Asociación Nacional del Rifle o su acrónimo en inglés NRA (National Rifle Association), que defiende el derecho a poseer armas.
Una normalidad racial de corte fascista que fue omisa a la Guerra Civil, al Movimiento por los Derechos Civiles en la década de los sesenta del siglo pasado, encabezada por Martin Luther King, y todo lo que ello detonó en figuras u organizaciones como el Black Panther Party, el Black Power, Mohamed Ali, Malcom X, el movimiento en contra de la invasión de Vietnam, las protestas en 1991 por la brutal golpiza de policías de Los Ángeles al afrodescendiente Rodney King, e incluso a la llegada del primer presidente afroamericano en esa nación en 2009. Esa es la normalidad de la que ya no quieren participar grandes sectores sociales en la Unión Americana.
O la normalidad en México antes de la pandemia por el Covid-19, con sus miles de fosas clandestinas, sus miles de feminicidios, sus miles de desaparecidos, sus millones de pobres, sus miles de migrantes, sus miles de despojos a comunidades y pueblos indígenas, sus millones de violencias en contra de mujeres, su inmensa corrupción, su podrida clase política, sus miles de atentados en contra de la diversidad sexual, su clase media ignorante y egoísta, su fanatismo religioso, su obsesión por poseer a toda costa…
A esa normalidad es a la que no se debe regresar, a la de la apatía, el golpe bajo, el clasismo, el racismo, la segregación, la cultura de la muerte y del dinero, de la ignorancia, de la falta de oportunidades, de la educación para salir del paso, de la nula inversión en ciencia y tecnología, de la chicanada, de la mentira, de la simulación, de la farsa.
Del egoísmo, del individualismo, del nepotismo, de los opinólogos, de la tranza, del “ya te chingue”, del contubernio entre “líderes de opinión” con la clase política, empresarial y religiosa de México, de la injusticia en todas sus formas, de los 10,167 decesos y 16,303 contagios activos de este lunes 1 de junio como botín político y electoral…
Socorro, la de la pollería, no quiere una “nueva normalidad” en la que sus productos se encarezcan y se le quede casi toda la mercancía. Renato, el de la flauta urbana que entona María bonita, María del alma, no quiere una “nueva normalidad” en donde su único pensamiento del día es qué van a comer sus hijos y su esposa.
Amalia, la esposa del señor del acordeón y mamá de las dos niñas que piden de casa en casa “algo con lo que guste cooperar, no está de acuerdo en una “nueva normalidad” donde su familia sea discriminada; donde no existan oportunidades para ella, para sus nenas y para su esposo. “El Chivo”, el aprendiz de albañil, no quiere una “nueva normalidad” en donde la incertidumbre lo carcoma día a día para ver si va a conservar su puesto de trabajo.
Nadia, la “loca de las palas”, no busca una “nueva normalidad” en donde su hijo Jaime, de veintiocho años, no aparezca desde hace siete años y tenga que estarlo buscando en fosas clandestinas, escarbando la tierra hasta con las uñas, con el llanto trabado, con la sangre helada…
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