Un vaho moribundo en propiedad privada

Por Rivelino Rueda

Yo quiero privarme de la vida, 

porque esa es mi idea, 

porque no quiero aguantar 

el terror de la muerte.

Fiodor Dostoyevski/Demonios

Todo se cuela por debajo de la cobija roída: el vientecillo helado de las lluvias nocturnas de agosto, las cucarachas aturdidas de tanta humedad, los insultos afónicos de los trasnochados.

De vez en vez también se asoma una que otra patada de algún ebrio, el ruido de las máquinas de dinero, el tufo de azufre de las coladeras, las ratas despistadas, la tos artera y punzante de un solsticio que no acaba de definirse.

A veces el sueño termina a las cuatro de la mañana. A veces a las cinco. A veces no hay sueño. A veces encuentra un cartón para reposar la espalda llagada. A veces el suelo suple al cartón. Tirita en noches como esta. Lluviosa. Helada. Sombría.

Nicolás inhala el veneno de la indiferencia. Eso prefiere, que nadie lo moleste. Menos los policías que lo sacan a empujones e insultos de la zona de cajeros automáticos de la sucursal bancaria, frente a la estación Etiopía del Metrobús. 

Ese es su dormitorio cuando se puede y su rincón de terapia intensiva cuando los pulmones ya no dan para más. Ahí la bruma de noches inciertas lo acurruca y el vaho de escarlatinas febriles lo carcome lento. Nicolás entreabre sus ojillos lagañosos cuando el aguacero arrecia, cuando en el cubo de vapores fétidos se agolpa la gente para no mojarse.

Los latigazos de luz golpean sus pupilas dilatadas. Los latigazos de aire helado flagelan sus fosas nasales, henchidas de líquidos viscosos. Los relámpagos retuercen el follaje de su reloj interno. Manotea a la nada. Gruñe en silencio y se retuerce con punzadas de dolor para voltear su cuerpo hacia la pared más lejana del cubo.

La lluvia deriva en tormenta y la noche en cascada. Nicolás inhala las partículas de millones de olvidos, de océanos de humillaciones, de mares sin puertos, sin anclas, sin marinos, sin oleajes. 

Las llantas de los autos rechinan con inclemencia. Los organilleros repiten mil veces una melodía desafinada. Los dardos en la tráquea de Nicolás emanan pus e hilillos de sangre negruzca.

Retorcer la tráquea en espasmos infernales ya no es remedio. El bullicio de la noche más ignominiosa lacera el cuerpo enmarañado de infecciones de Nicolás. Los huéspedes del cubo mortuorio siguen en lo suyo. 

No mojarse es la única preocupación para ellos. No padecer los dolores más infames es lo que ocupa la mente del inquilino anónimo de esos cajeros bancarios, del que yace en el rincón más lejano entre quejidos apenas perceptibles por el escándalo de la tormenta ajena.

De vez en vez alguien voltea. De vez en vez los chillidos de ambulancias y patrullas crispan la paciencia de los que no se mojan. 

Luego se disuelve la angustia con los chispazos de un cigarro encendido o del teléfono celular encendido por una llamada entrante. La marea de agua va y viene. Las ráfagas de viento lamen con violencia paredes, piso y techo. 

La tortura no cede en el cuerpo inerme del hombre en posición fetal, echado allá al fondo.

Una bruma espesa deambula por ese espacio de ruidos monótonos, de risitas apuradas; de máquinas obedientes que engullen y entregan billetes nuevos; de chasquidos de dientes y crujidos de hojas de árboles que son arrastradas por ríos de agua hasta las alcantarillas cercanas.

Escampa. Los huéspedes se dispersan con los últimos oleajes de la tormenta. Los ruidos se limitan ya a pisoteadas repetitivas esquivando charcos y barro negro. Nicolás se cubre la cabeza en un movimiento rápido. Ahí permanece, estático, invisible, silencioso.

Escampa afuera, no debajo de la cobija sucia de Nicolás. Hasta ahí se cuela todo, hasta esas dunas inmutables con forma de costra milenaria. 

Hasta ahí se cuela el murmullo de la ventisca helada; los insectos moribundos por el naufragio; los sudores fétidos y las lágrimas violentas de los torrentes nocturnos de agosto; el carraspeo alucinante de un tuberculoso.

Hasta ahí llega el agrio tufillo de las coladeras rebosantes de desperdicios. Hasta ahí llega el doloroso silencio de la madrugada y las pisadas recias de dos oficiales que ponen fin a un sueño intranquilo. 

Hasta ahí se tolera la invasión a la propiedad privada de un moribundo que ya sólo transpira hojuelas púrpuras y trocitos viscosos de pulmón necrosado.

@RivelinoRueda

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