Por Rivelino Rueda
Al cuarto día,
las ratas empezaron a salir
para morir en grupos.
Desde las cavidades del subsuelo,
desde las bodegas,
desde las alcantarillas,
subían en largas filas titubeantes
para venir a tambalearse a la luz,
girar sobre sí mismas
y morir junto a los seres humanos.
Albert Camus/La peste
Hojarasca gris. Barro petrificado. Alquitrán moribundo. Las dunas de argamasa y ramas secas se acumulan debajo de una decena de autos abandonados y forman figuras espectrales. Los gatos callejeros se regodean en esas islas de barro con la caza de cucarachas rojizas, arañas regordetas y grillos famélicos.
La pandemia también se ensaña con esos esqueletos de metal que tienen dueños imaginarios, o reales, según dicen los cartoncillos fluorescentes o papeles desvencijados que cuelgan en los cristales polvorientos y heridos de muerte de esos automóviles.
De pronto un día se quedaron ahí, sin explicaciones, sin aspavientos. Y ahí siguen después de dos años y medio de la peste implacable. Otros desde hace una o dos décadas, convertidos en bodegas o en casas particulares.
El Bigotes se aferra como niño a una camioneta destartalada que hace ya varios años perteneció al gobierno del estado de Guerrero. En la caja trasera acumula maderas y metales inservibles, copados de aguas hediondas y basura que algún día –piensa él– servirán para algo.

A cinco pasos el escarabajo alemán que fue el furor de los mexicanos en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado, pero que es conservado por El Bigotes como una reliquia que, quién quita y pega, lo pueda hacer millonario.
Ocurre lo mismo con la camioneta Van, color azul chiclamino, de El Tanque, el sujeto rudo del barrio que un día llega con una rampa para bicicletas y la abandona por los siglos de los siglos en la banqueta, y otro con una parrilla para asar (con todo y cilindros de gas) oxidada y sin remedio alguno.
Todo termina, ¿dónde no?, en la flamante e intocable camioneta.
A diez metros en diagonal, nomás cruzar la calle de Doctor Andrade, los gemelos ermitaños también se empecinan en echar a andar ese artefacto que algún día rodó por las avenidas de la ciudad.
No hay tregua para hacer despegar –con todos los aceites, gasolinas, líquidos, cables, herramientas, vírgenes y santos posibles– ese amasijo multicolor de épocas y más épocas.
Es un Valiant 1968. Es un modelo para armar (como diría Julio Cortázar) pero nunca, para desarmar (como completaría su compatriota Gustavo Cerati).

Uno de los gemelos –el que no porta a diario una chamarra de la UNAM, sino el que porta a diario una camisa verde pistache– invariablemente traslada de una acera a otra, desesperado, refunfuñando, echando maldiciones, cualquier objeto que haya sido arrojado debajo del auto inservible.
El que no porta la playera verde pistache del día a día, sino el de la chamarra de la UNAM de domingo a domingo, observa orgulloso el minucioso ritual aséptico de su hermano.
Ellos no cometen el sacrilegio de El Bigotes y de El Tanque de amontonar objetos inservibles en su carcacha. No.
Los Gemelos prefieren mantener los asientos rasgados, el volante descuartizado, los engomados de tenencia vehicular de las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, a meter una caja de cartón, una bolsa de plástico o algún objeto extraño que no esté en el ámbito de ese cascarón de hojalata.
Delimitan el espacio que corresponde al Valiant 68 con símbolos y advertencias arcaicas, infantiles. Trazos serpenteantes de pintura amarilla para marcar el ámbito natural donde se desenvuelve la carcacha.
Garabatos sobrepuestos con plumón de tinta negra que repite en el poste de concreto, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, desde tiempos inmemoriales, una “E” cruzada en diagonal, o la advertencia de “no estacionarse”, “prohibido estacionarse”.
***

Para atrás, sobre la misma acera donde el Valiant de Los Gemelos, adelante del vocho y de la camioneta-bodegón-basurero-dormitorio de gatos-repositorio de madera podrida de El Bigotes, debajo de la jacaranda impaciente que expulsa sus flores púrpura desde diciembre, y a la vuelta del imponente árbol que en junio del año pasado fue desgarrado por una tormenta, se asienta a sus largas y a sus anchas un Grand Marquis que algunas vez fue negro.
La dimensión del cataclismo climático de los últimos años redujo a ese mastodonte de hierro a un mero objeto ferroso codiciado por el señor que compra metal por kilo, ese que mienta madres aquí y allá cuando recorre las calles del otro lado del Viaducto, en el barrio de la Buenos Aires.
También la horda de gatos callejeros encontró refugio debajo del Marquis moteado de grises pardosos, de añeja caca de pájaros y de salitre espumoso en época de lluvias. Las colchonetas de hojarasca y las llantas desinfladas brindan toda la protección a los felinos embriagados de vagancia y buenos banquetes.
El Sinaloense –ese señor moldeado a lo Jesús Malverde y a lo “Chapo” Guzmán, ese al que nomás le falta una pistola al cinto y un cuerno de chivo al hombro para parecer jefe de plaza del Cártel de Sinaloa– no tiene el humor para tolerar gatos debajo de la camioneta pick up blanca, de modelo reciente y con placas del estado de Chiapas.
Un día cualquiera de la pandemia, una grúa bajó ese vehículo frente a su casa y ya no se ha movido de ahí. Y desde esa fecha los gatos vagabundos y bien comidos del barrio prefieren sacarle la vuelta a la troca de El Sinaloense e ir a seguir tranquilamente su vida a otro lugar. No vaya a ser.
***
Lo de la camioneta Chevy Van modelo 1985 estancada frente a la casa de Los Gemelos, pero a la vuelta de donde tienen su Valiant, mero enfrente de la entrada principal de su casa de ventanas tapiadas y maleza muerta en balcones y azoteas, no es sólo la historia de un carruaje abandonado, sino la de un hombre abandonado que vive en ese carruaje.
Todos pensaban que era temporal, pero ahí se quedó por los siglos de los siglos. Ahí duerme, ahí come, ahí hace su vida. De vez en vez se le deja ver. Eso cuando abre la puerta lateral y deja que entre un poco de aire fresco a ese espacio viscoso, melancólico, deprimente.
Nadie sabe el nombre del inquilino. Va y viene con sus cincuenta o cincuenta y cinco años a cuestas, silencioso. Barba rala. Mirada desconfiada. Zancadas de los que siempre llevan prisa. Frente pronunciada por la calvicie prematura. Lentes redondos. Sin rasgos de situación de calle o de alguna enfermedad mental.
Le gustó el lugar y ahí se estableció. Punto. Nadie le ha pedido explicaciones, ni tiene porqué darlas. Como por ahí de las diez de la noche corre unas cortinas interiores de tela y hasta mañana.
No molesta a nadie. Nadie lo molesta, ni siquiera las abejas que decidieron instalar un panal en la cresta del inservible panel solar, justo en la parte más alta del poste verde que está junto a la Chevy Van modelo 1985.
Unos pasos atrás está la combi que algún día fue oficina jurídica para resolver conflictos laborales, la que pertenece, ¡cómo no!, a El Bigotes, acumulador por excelencia de basura y objetos inservibles, pero también de años al frente de la junta vecinal.
También el interior del vehículo es bodega. No se alcanza a observar el cúmulo de despojos por los anuncios que en otros tiempos ofrecían asesorías para liquidaciones, desempleo, juicios laborales, despidos injustificados, vacaciones no pagadas, jubilaciones, trámites para pensiones y otras lindezas por el estilo.
El asfalto alrededor de la combi vapea el alquitrán empalmado en costras gruesas. Los líquidos de motor acumulados, aceites, anticongelantes, gasolinas, aguas viscosas, se concentran en ese punto de hedores petrificados.
Ni todas las lluvias ni todas las tormentas de los últimos tiempos han arrancado la bocanada agria que se levanta desde los poros del pavimento en ese sitio, justo donde el edificio anaranjado –entre el taller mecánico y la casa de Los Gemelos— que alberga en sus balcones a decenas de palomas que lanzan sus excrementos blancuzcos a todas horas y en todas direcciones.
Todavía el periódico amarillento Ovaciones, doblado entre el parabrisas y el tablero, replica una primera plana que dice algo sobre el ataque de una jauría de perros a un menor de edad. Un trapo con un aspecto más arenoso que textil es el tapón de gasolina del vehículo. Un síntoma de que estará ahí por varios siglos, si bien nos va.
Las gotas petrificadas de hollín y caca de paloma que descienden sobre el cristal ya no dejan ver más allá. El caos se difumina en la oscuridad, detrás de los asientos delanteros.
***
Hace un mes una tormenta reventó un inmenso árbol viejo y el árbol viejo reventó todo el costado izquierdo de un vehículo último modelo estacionado a un costado del cansado carcamán.
El tronco madre casi parte en dos al insignificante vehículo, aún impávido por la potencia del impacto, por las poderosas raíces que incluso levantaron el concreto de la banqueta.
Aturdido, arrumbado a su suerte, el auto engrosó en unos segundos la sobrepoblación de chatarra en el barrio, una plaga que ya existía antes de la plaga.
Resina estridente. Moscas parlanchinas. Polen corrosivo. Orín de borrachos. Hormigas de plata. Todo se acumula debajo de las carcachas abandonadas. Barrer no basta. Ahí regresa todo, nomás gira en espirales ociosas para sucumbir de nuevo en las panzas de la chatarra estacionada del barrio.
@RivelinoRueda
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