A Jairo Rueda
Por Rivelino Rueda
Foto: Edgar López (q.e.p.d.)
Ya sólo escuchas el quejido de tu mujer y el desgarrador berrido de tu pequeño hijo. Atrás dejas la choza de adobe y argamasa, de paredes salitrosas en donde habitan los vetustos fantasmas de la miseria y la desesperación. Atrás dejas tu parcela de hambre, tu pocilga de lástima que más tarde se convirtió en tu bandera.
Aún flota el aroma espeso del café copulando con el barro, de la tortilla calcinada por carbones de afrenta. Aún te pica la nariz el chile desvenado que descansa herido de muerte sobre el comal de obsidiana; el plato intacto de frijoles agrios y los restos putrefactos de un conejo que esperaba con gesto alegre saciar tu hambre de guerrero.
Del horizonte violeta pende el crepúsculo de la sierra, Los montes dibujan su silueta en un cielo ávido de estrellas. Un camino de polvo estira sus brazos al firmamento y tú sólo observas el negro plumaje de las cañadas que alguna vez te aceptaron como huésped.
Todavía percibes el chillido fúnebre de tu chilpayate. No volteas. Sabes que bajo el rebozo gris de su madre crecerá y, alguna madrugada, seguirá esta misma ruta, respirará este mismo aire de veneno, abrazará a los mismos espíritus que ahora abrazas tú, su padre.
Sientes un fuerte temblor en las manos y de tus sienes descienden gruesas gotas de sal que se funden con el miedo. Caminas como un fantasma. No disminuyes el paso porque sabes que te esperan los gritos de alcohol y marihuana que humillan, mas no matan… mucho menos despojan de la dignidad acumulada.
El calor comienza a levantar el tufo insoportable de orines de monos y plantas disecadas por el vaho que camina lento y nauseabundo. Tus pies trastabillean por el cosquilleo que produce el vapor que penetra entre tus dedos; sientes asco al ver tus uñas negras que se humedecen por la tormenta de sudor y crúor pestilente.
Ahora el camino serpentea y a lo lejos ves las milpas sedientas, las parcelas como pequeños desiertos tatuados por surcos amarillentos, soñando con ser ríos, cosecha, maíz y alimento. Ahora tu piel caoba se confunde con el huizache que que rasga el tiempo de lucha, de llantos, de sufrimiento.
La canícula cae sobre tu cabello de hojarasca. Tú sólo revoloteas la mano izquierda al frente de tu cara, tratando de sofocar el estupor de las hordas de moscas tornasoladas que se incrustan en tu piel pegajosa. También maldices en tus entrañas el zumbido de los escarabajos ciegos que se estrellan en tus oídos, saturados de un extraño sonido de olor a pólvora.
Llegas al puente de madera que atraviesa el rió El Quemado. Te astillas los pies y gimes el dolor de tus recuerdos, de tus muertos. Jamás volteas, sabes que desde ese punto se alcanza a distinguir, como un pequeño barco a la deriva, tu pequeño jacal… tu pedazo de tierra.
Cierras los ojos para sacudirte el llanto de tu hijo. Sabes que sus gritos te han acompañado todo el camino.
Arrastras los pies, arrastras el alma… los grilletes del ocaso te pesan. Escuchas el incesante repiqueteo de campanas de mil iglesias, como alaridos de animal degollado, como los estertores de Lucio en su lecho de muerte. Estás a unos pasos de San Agustín.
Recreas los combates en ese pueblo de casas en desfiladeros, que arañan con sus puertas y ventanas el abismo pendenciero; al cruzar el puente observas sus calles empinadas, los techos de teja y zinc, las paredes lechosas heridas de muerte por la furia de la metralla.
Limpias tu frente ensangrentada con el cúmulo de jirones que alguna vez fueron manga. Te llevas la mano a los labios gruesos y despojas con tus dedos la costra de espuma fétida color cetrino que cuelga de las comisuras.
No te detienes, como antes lo hacías, a conversar sobre tu lucha, sobre tus ideales. No detienes tu marcha y continúas caminando con paso firme hasta aquel lugar que está cruzando el pueblo… aquel círculo de polvo que jamás debiste haber abandonado.
Pasas de frente por la cantina y escuchas la bulla, las carcajadas, el grito etílico de las rameras exánimes de placer; aspiras la bocanada del mezcal, del tabaco corriente y del vómito bilioso de miles de gargantas.
Sientes asco pero mantienes estoico tu caminata. Te das cuenta que los perros no han dejado de ladrar desde que entraste al pueblo. Ahora el aullido de los chuchos han opacado el llanto de tu chamaco… han sofocado por un momento el murmullo de dolor que habita tus entrañas. Ya no soportas la opresión en tu pecho; intentas jalar aire y te das cuenta que no puedes respirar.
Los ejidenses que pasan a tu lado no te miran, pero tú no deseas ser observado, pasar inadvertido para toda esa gente que te dio de beber, que curó tus heridas y la de tus compañeros en aquel día lluvioso de junio, cuando los juanes cercaron el pueblo y asesinaron sin misericordia a decenas de inocentes… ese día en que el padre Wenceslao salió de la iglesia y enfrentó a los soldados, instándolos a detener la masacre y a retirarse del pueblo.
Contemplas la imagen de tu buen amigo Wenceslao, cayendo de bruces sobre el polvo medroso de San Agustín, atravesado por la luz fugaz de una bayoneta y rematado por el nítido sonido de la metralla. Recuerdas que al levantar el cuerpo del padre Wences sólo quedó una sombra lodosa de tierra y sangre y, a un lado de ella, permanecían, decúbitos, sus anteojos estrellados… Sabes que la ceguera de Wences jamás podrá ser tan grande como la de sus asesinos.
Sientes recuas a tus espaldas y tu obstinación por no volver la vista atrás ha provocado que apresures el paso. Ya es tarde. Lo sabes porque a esa hora del día los pájaros dormitan en sus nidos, refugiándose en las escasas sobras de los árboles y escondiéndose de la asfixia del sol calcinante.
Ahora corres empapado en sal y sangre, oprimiendo el insoportable dolor en el vientre. Observas a la anciana iglesia con sus nichos de catafalco y su puerta apolillada. De la escalinata desciende lento un cura con sotana de plata y un rosario de coral negro… sus anteojos son inconfundibles. El padre Wenceslao levanta la mano y se despide de tí…
–¡Corre, Ulises! ¡Sólo faltas tú para emprender de nuevo la campaña! ¡Saludos a los muchachos!
Llegas exangüe al osario del templo. Allí yacen tus compañeros, con las manos atadas a la espalda y la vista fija en sus asesinos. Tú estás pegado a la pared y aún percibes el berrido de tu hijo, el aroma espeso del café copulando con el barro, el quejido de tu mujer, los gritos de alcohol y mariguana de los juanes…
–¡¡Dale el tiro de gracia a este hijo de la chingada!!
… la bala medicinal en tu sien derecha, los oídos saturados por el extraño olor a pólvora, la tortilla calcinada por carbones de afrenta…
@RivelinoRueda
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