Por Rivelino Rueda
Lo malo era que la lluvia
lo trastornaba todo,
y las máquinas más áridas
echaban flores por entre los engranajes
si no se les aceitaba cada tres días,
y se oxidaban los hilos de los brocados
y le nacían algas de azafrán
a la ropa mojada.
La atmósfera era tan húmeda
que los peces hubieran podido
entrar por las puertas
y salir por las ventanas
navegando en el aire de los aposentos.
Gabriel García Márquez/Cien años de soledad
Anocheció a las siete. Anocheció entre relámpagos eternos y vendavales de hielo remoto. Anocheció una hora y media antes del habitual ocaso de junio. Anocheció de tajo, como si alguien le hubiera puesto un dedo al sol y luego otro más un cobertizo negro al cielo. Anocheció líquidamente en la inmensidad de la peste.
Anocheció así nomás. De un minuto para otro. Entre una cascada cristalina de aguanieve y lamentos. Entre un padecimiento circular que a esa hora recapitula sobre los nuevos muertos.
Las palabras de José Luis Alomía, director general de Epidemiología se tornan metálicas, ahuecadas, cuando anuncia las 14,053 defunciones acumuladas por la peste. En los muros de Palacio Nacional rebotan los ecos del cataclismo.
Horas de sismos, tormentas eléctricas, trombas, inundaciones, contagios por el “sarscovdos”, árboles arrancados, ventiscas diáfanas de verdines viejos, reguriteo de coladeras hambrientas, ríos de hojarasca, días incompletos.
Oleajes en la superficie de un lago disecado. Pedazos de paredes arrancados por el letal martilleo de canicas de hielo. Las últimas flores magenta de la Jacaranda heridas de muerte por el estropicio. Los insectos que emergen de su confinamiento bíblico de sus porosas madrigueras.
Los caracoles. Las arañas. Los grillos de serruchos melódicos. Las “bolitas de tierra” (cochinillas). Los ciempiés. Las lombrices palúdicas. Las tijerillas plateadas. Los “caras de niños” de brillos cósmicos…
Nubes de zancudos hambrientos. Aves entumidas que fueron despojadas de una hora de calor por el lienzo grisáceo que se posó sobre su vuelo. Muros, banquetas y hombros humanos saciados de una apnea de verdín aromático.
Alfombras y espejos de plantas quebradizas que cedieron al diluvio. Presas erráticas en cada coladera. Un vaho primaveral nocturno que distrae un poco de la gran tragedia, la de nuestros muertos diarios por una plaga despiadada, sacrílega, abismal.
Partículas que descienden lentas, meciendo sus alas, hasta los charcos adiposos para formar perfectas ondulaciones. Dardos puntiagudos de agua acumulada que caen, letales, en el cuello, en las manos temblorosas de hollín quimérico.
Cifras que regresan a una realidad cruenta, desgastante… 1,284 muertes sospechosas en el reporte de este lunes… 30,202 decesos sospechosos acumulados hasta este 8 de junio… 44,255 defunciones de confirmarse el acumulado de fallecimientos sospechosos…
El cerrado silencio de la madrugada luego de la aciaga tormenta de junio. El poderoso estruendo de las enormes gotas de agua acumuladas en árboles y cornisas mohosas.
La ciudad de los espejos (o de los espejismos) que carga los fardos remotos, la bóveda cósmica, el luto espumoso de las horas sin sueño…
…
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