Día 84: Don Dámaso no se ha contagiado, pero ya cumplió 115 mil 200 horas sin empleo

Por Rivelino Rueda

Esta ciudad que no se borra

de la mente es como

una armazón o una retícula

en cuyas casillas cada uno

puede disponer las cosas

que quiere recordar:

nombres de varones ilustres,

virtudes, números,

clasificaciones vegetales

y minerales,

fechas de batallas,

constelaciones,

partes del discurso.

Italo Calvino/Las ciudades invisibles

Tal vez algún día de estos, Don Dámaso labre un surco en ese demente trayecto. Lo ha recorrido al menos dos veces por día en las últimas diez semanas. En estos tiempos de la pandemia por el “sarscovdos”.

El folder amarillo, el traje gris dos tallas más grande, los zapatos de polvo celeste, el trozo de espejo, son las herramientas del anciano para conseguir ese trabajo de cerillo que tanto le hace falta.

Tiene el espinazo torcido por trabajar en el torno casi cuarenta años. Cuando frota las manos caen pedazos de piel muerta por las podridas callosidades de tiempos inmemoriales. Padece de una sordera de animal de circo y la tenacidad de un navegante embriagado de océanos.

Va a la tienda comercial que está en Avenida Cuauhtémoc y Obrero Mundial a las nueve y media de la mañana. Aprieta el desvencijado folder amarillento y apresura el paso para ser el primero en la lista.

Regresa a casa al mediodía ensopado de sudor sin una respuesta clara sobre el empleo. A las cuatro y media vuelve para conocer alguna “noticia” sobre su solicitud infinita. A las seis y media cruza distraído las calles sin una respuesta. Otra vez nada.

Evita el bozal de tela. No le gusta. Se sofoca con las pelusas de la tela quirúrgica. Empapa su materia rugosa con las gruesas gotas de sudor que escurren desde el cráneo. Se le hace inútil, incómodo, innecesario. No hace más que emitir pujidos secos cuando le piden que se lo coloque al salir de su casa y al esperar una respuesta que no llegará para su empleo de cerillo.

No le importan las 14,649 muertes por la peste ni los 18,904 casos de contagios activos. Don Dámaso lo que quiere es un trabajo para sobrevivir al cataclismo atonal de la primavera.

Ha buscado alguna oportunidad como repartidor en cafeterías, restaurantes, farmacias y tiendas. En todos estos lugares le han pretextado un requisito indispensable, discriminatorio por donde se le vea: los setentaiún años de edad y el caminar lerdo del elegante anciano de traje gris.

Empuña el folder amarillo como salvoconducto en toque de queda, como pasaporte para el último vuelo, como el último papiro de un náufrago. Amenaza con el puño cerrado a las moscas metálicas que zumban cerca de sus inservibles oídos. Balbucea palabras imperceptibles que se desvanecen en las ondas expansivas de una plaga asesina.

Dámaso es asintomático al encierro desigual. Para él da lo mismo infectarse con el virus que morir encerrado en cuatro paredes. Para él da lo mismo morir contagiado que morir de hambre… Lo que lo sacude hasta los huesos es sentirse “inservible”, “inútil”, “desempleado” a sus setentaiún años.

Y ahí va de nuevo a recibir una respuesta que no llega, que en las últimas 115 mil 200 horas no ha llegado.

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