Por Rivelino Rueda
Aunque soy un enfermo experimentado y,
durante toda mi vida, he tenido que vivir
con mis enfermedades más o menos graves
y gravísimas y, en definitiva,
siempre con las llamadas
enfermedades incurables,
una y otra vez he caído en el diletanismo
en materia de enfermedad,
y he cometido tonterías, imperdonables.
Thomas Bernhard/El sobrino de Wittgenstein
El lastimero andar de Don Cayetano se percibe como el abrir de una puerta remotamente oxidada, o como lámina de zinc sin atornillar en un violento ventarrón de finales de mayo.
Ni los hijos ni los nietos del anciano quieren infectarse en la peste. La solución es mandar al abuelo a todas partes “para que se distraiga y ayude en algo”.
Tiene el semblante de los que contienen el dolor en las mandíbulas. Salió del pequeño conjunto departamental por segunda vez a tirar la basura.
A uno de sus dos nietos se le había olvidado entregarle la bolsa de desechos sanitarios, los papeles con mierda, los cabellos estancados en las cañerías, las toallas sanitarias de la nuera, los trozos de papiros embadurnados de mocos y escupitajos.
Las inyecciones de metotrexato, hidroxicloroquina y certolizumab ya no le hace efecto a la artritis reumatoide que padece desde los sesenta años. Hoy tiene sesentaiocho. Tantea las granadas verdes y pronostica que estarán listas en unos dos meses y medio. También apuesta lo mismo para la pandemia. “Por ahí de agosto o septiembre”.
Don Cayetano viste un conjunto de pijama de pantaloncillos a la rodilla y playera grises, averaguados por los cataclismos nocturnos de la senectud. Tiene un semblante pajizo por los inclementes dolores en los mismísimos tuétanos de los huesos.
Calza unas chanclas unos dos números menores a sus pies quebradizos y avanza apoyando toda su existencia en un bastón plateado de rehabilitación. Dice que a pesar del pesado calor del mediodía siente punzadas en su esqueleto por antiguas humedades en la tierra y en los árboles. Puja lamentos y todavía tiene que ir por unas cosas que le encargó la familia del tianguis de los viernes.
“¡Dicen que tengo que apoyar en algo en la casa! ¡Son unos hijos de la chingada! ¡Yo los mantengo con mi pensión y con mis tarjetas de adulto mayor! ¡Ojalá me enferme de esa madre del coronavirus y me quiebre! ¡A ver si así ya dejan de estar jodiendo!”
El anciano se abre paso para llegar al portón del conjunto habitacional que resultó severamente dañado tres los terremotos del 7 y 19 de septiembre de 2017, y que en su fachada luce una gran manta de campaña del hoy alcalde panista en Benito Juárez, Santiago Taboada.
“¡Y todavía tener que estar viendo esas mamadas todos los días!” Don Cayetano está aturdido y señala con su bastón la propaganda polvorienta del político. Abre el portón blanco con sonoros bramidos.
Apresura los movimientos para realizar “el nuevo encargo”… Para ver si en esa otra salida “pesca algo” para que lo dejen de estar “jodiendo”.
Día 73 de la peste: El acumulado de decesos es de 9,415. Es la víspera del término de la llamada “Jornada de Sana Distancia” pero el semáforo epidemiológico continúa en “Rojo”. Los contagios se multiplican en todo el país y ya se habla de que será hasta agosto o septiembre el regreso a la llamada “nueva normalidad”.
La desesperación de los chilangos por el encierro de dos meses y medio ya los está sacando de sus casas para caminar, para respirar, para darse una vuelta al tianguis o al parque. A Don Cayetano parece ya no importarle eso. La pandemia para él está en segundo término. Hoy lo que lo mantiene ocupado es la insoportable situación que atraviesa con “las personas” con las que vive.
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