Día 58: Pandemia supera los decesos de todas las tragedias del México contemporáneo

Por Rivelino Rueda

Tengo el derecho a no llevar la cuenta

y de olvidarlos. 

¡No! –repuso otra voz dentro de él–.

«No tienes derecho de olvidar nada,

ni de cerrar los ojos ante nada,

ni de hacerlo más agradable,

ni de cambiar nada. 

Ni siquiera tienes el derecho

de engañarte a ti mismo 

acerca de ello».

Ernest Hemingway/¿Por quién doblas las campanas?

Alguien llegó gritando sobre lo horrorosa que era la escena, creo que fue Jerónimo, el amigo guerejo que vivía en la fábrica que tenía como giro la venta de láminas de acero. Y sí que era horrorosa.

Tenía siete años. Era la salida de la escuela. Corrimos morbosamente hasta el lugar. Un “machetero” yacía debajo de un camión de volteo color azul. Una llanta trasera aplastaba su cráneo.

Ese fue mi primer encuentro con la muerte.

En los siguientes seis años se acumularon en la memoria tres muertes más. También horrorosas.

La de una estudiante de la Vocacional 6 del Instituto Politécnico Nacional (IPN) que fue arrollada por la locomotora de un tren que venía de la entonces Terminal de Ferrocarriles de Buenavista. También, la de la quinceañera que en su celebración se metió al mar, en Tecolutla, Veracruz, para ya no salir más.

Y la tercera, la de un muchacho politécnico, paralítico, que no pudo correr de la parada del Ruta 100 Ceylán-Imevisión, cuando unos porros de la Vocacional 10 lanzaron piedras, petardos y tabiques a los que se encontraban en ese lugar.

Luego vino el terremoto de 1985 y ahí los muertos se asimilaron por decenas. Un año antes, registraba atónito las imágenes en televisión de niños, mujeres y hombres calcinados en la explosión de la terminal de gas en San Juan Ixhuatepec, el 19 de noviembre de 1984.

La muerte ha sido un fantasma perpetuo. Me achica, me empequeñece, me ensimisma, me devasta.

Y es que hoy, 14 de mayo de 2020, en el Día 58 de la pandemia por Covid-19, los 4,477 decesos anunciados por las autoridades sanitarias desde que se registró el primer fallecimiento, el 18 de marzo, son más que la suma de todas las tragedias contemporáneas en México, que juntas suman 4,411.

La de San Juanico, en 1984, con 500 muertos. La de los terremotos del 19 y 20 de septiembre de 1985, con 3,192 según las cifras del gobierno de Miguel de la Madrid. Las explosiones en Guadalajara de 1992, con 212 decesos. El terremoto del 19 de septiembre de 2017, con 370 fallecimientos, y la explosión de un ducto de gasolina de Pemex en Tlahuelilpan, Hidalgo, con 137 muertos.

Desde pequeño ronda esa palabrita macabra en la memoria. Desde el cosquilleo por saber que habían asesinado a estudiantes unos años atrás, en 1968, y Tía Eloísa resolvió las dudas. Ella había estado presente en esa masacre en la Plaza de Tlatelolco. 

Los otros ocho hermanos de Tía Eloísa (el noveno, el Tío Nando, estaba buscando cómo poder ingresar a la Plaza ante el cordón militar que se desplegó en ese atardecer imborrable) estaban reunidos en una iglesia en Santa María la Ribera, muy cerca de la Plaza de las Tres Culturas, conmemorando otra muerte, la de mi abuelo Mónico, quien falleció un 2 de octubre de 1967.

Años más tarde pararse en esos lugares mortuorios, escalofriantes, donde todavía se percibe una sensación desgarradora, un ambiente pesado.

Acteal y Ocosingo. Lo que fue el edificio Nuevo León. La Plaza de las Tres Culturas. La salida del Metro Normal. El Palacio Negro de Lecumberri.

Las aulas y los cuartos de los muchachitos recién ingresados de la generación 2014-2018 de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Las calles desiertas de Chilapa tras el “levantón masivo” de abril de 2015. 

El miedo devastador en Nayarit luego de la captura de Édgar Veytia, “El fiscal sicario”, en Estados Unidos. La zozobra en Ciudad Allende, Coahuila. Toda la franja fronteriza de México con la Unión Americana desde Piedras Negras hasta Matamoros.

Las fosas comunes en Veracruz, Guerrero, Tamaulipas, Michoacán, Jalisco, Sinaloa, Nuevo León, Coahuila y Chihuahua. El campo algodonero en Ciudad Juárez donde iniciaron los asesinatos de mujeres a principios de la década de los noventa. 

Los edificios de Gabriel Mancera y Escocia, en la Colonia del Valle, así como el de Viaducto y Torreón, en Narvarte, a cinco minutos del terremoto de 2017. El Casino Royale en Monterrey.

La desembocadura del Río Balsas, en Lázaro Cárdenas, Michoacán, donde se originó el terremoto más devastador en la historia contemporánea de México… La Guardería ABC, en Hermosillo, Sonora, y el inevitable llanto, y la inevitable rabia.

Día 58 de la peste.

Como pude me coloqué hasta adelante del círculo de los morbosos mirones. A los siete años es muy fácil abrirse paso entre piernas de adulto. El muchacho, “machetero” de oficio, le estaba “echando aguas” a su compañero, el chofer del camión de volteo. 

Dicen los testigos que resbaló y no alcanzó a gritar. La rueda trasera del pesado vehículo le pasó por encima del cráneo. La masa encefálica a la intemperie muy pocas veces se olvida. Menos para un niño.  

Fueron segundos. Lo que más tengo grabado es la pierna derecha en lo alto del “machetero”. Estática. Como piedra. Ahí, sin vida…

Fueron segundos.

Así, como en segundos la plaga de Covid-19 despedaza todo tejido humano que encuentra a su paso.

Ahora está. Ahora no está.

Así es el delgado hilo entre la vida y la muerte. Así la historia de nuestros muertos… Así la peste. Así la tragedia más letal de las últimas décadas en México.

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