Por Rivelino Rueda
No soy un hombre débil.
No he sido nunca ni un castrado
ni una rata;
he luchado siempre.
No seré el más duro de los malnacidos
que corren por ahí,
pero siempre he dado la cara
y contado entre los hombres.
Norman Mailer/La canción del verdugo
Parte de la indumentaria de Federico Zamora se debe a la angustia de sus dos pequeñas. No es que tenga la fiebre escarlatina ni que en sus tuétanos habite el hielo. No. Los guantes tejidos con estambre rojo, el suéter de lana verde, la bufanda como cubrebocas y el gorro navideño son para su protección contra la peste.
Martha y Carolina, de nueve y doce años, no están tranquilas. Papá tiene que salir para llevar algo a casa. Mamá Hilda trabaja en el hogar, allá, por los rumbos de Observatorio. Federico es fontanero. En estos días de plaga la chamba se cuenta con los dedos de un puño cerrado.
Tiene que salir a ofrecer sus servicios casa por casa, colonia por colonia, y eso tiene muy angustiadas a Marthita y a Caro.
Pero el plomero de indumentaria nórdica no puede salir a la calle si las niñas determinan que no va lo suficientemente protegido contra algún contagio. Ese fue el motivo por el que Fede Zamora carga dos mochilas. Una azul turquesa con la imagen de Elsa, de la película infantil Frozen, y la otra roja, con la figura de la cerdita Pepa Pig.
El viejo morral de mezclilla azul quedó decomisado por las pequeñas porque les pareció un nido de infección y un imán en potencia para ser el próximo infectado. Las niñas optaron por donar sus morrales a papá para que cargue su herramienta de trabajo.
Los cuadernos, los lápices y las reglas fueron mutados a tubos de PVC, pericos, ganchos indescifrables, desarmadores, empaques salitrosos, silicona, aceite industrial y tornillos oxidados. Pero también para que Fede cargue con el itacate para echar la papa del día.
Y ahí va el hombre de cuarentainueve años. Sudoroso. Sofocado. Disfrazado de invierno en una primavera inclemente. Atolondrado por temperaturas pandémicas que llegan a los veintisiete grados a las dos de la tarde. Pero es una promesa a las niñas.
Un perro le ladra por su indumentaria sospechosa. Fede aplica el infalible movimiento de la piedra invisible. El chucho cede y sale corriendo con el rabo peludo entre las patas.
La dura yesca de mayo atolondra al fontanero. El calor es un zumbido estático, insistente, sordo. Fede ajusta sus guantes rojos, su grueso suéter de lana y su bufanda-cubrecocas.
Debajo del fresno milenario hay un tesoro que puede alegrar el confinamiento de las pequeñas. En la jardinera de barro fresco y orín penetrante, en un montículo de basura reciente, reposan unos mallones para niña. Fede quiere reponer la preocupación de las niñas, aliviar la angustia de un papá en riesgo por la letal pandemia.
Levanta las dos piezas. Asimila su estado. Tantea la posible toxicidad de las prendas. Las acaricia con los guantes rojos de estambre. Medita. Baja la vista para valorar otras opciones. Se decide por los mallones.
Los sacude con manotazos que aturden la pereza de polvos viejos. Los introduce lento en la mochila azul de Marthita. La materia desprendida desciende lenta. El contraluz define las formas de las partículas vagabundas, de tamos soñolientos.
Fede continúa su andanza. Recolecta botellas de plástico y latas metálicas. De vez en vez arranca una florecilla para sus pequeñas.
Fede deja a su paso un resuello inquieto, un ruidito pulmonar que lo persigue desde la niñez. El asma de papá es la angustia principal de Martha y Carolina.
Pero las niñas esperan, siempre esperan, que los guantes rojos de estambre frenen en seco una posible infección de papá por coronavirus.
Día 59 de la pandemia. Las cifras de la pandemia en México ya alcanzaron niveles inconmensurables de opiniones sobre el manejo de la crisis sanitaria entre epidemiólogos y no epidemiólogos. Opinan más lo no epidemiólogos. Piensan que su aporte es “evidencia científica” y se regodean de ello.
Mientras, la cifra de decesos ya alcanza los 4,767 casos. Los registros de contagios activos los 10,238. Los decesos sospechosos ya suman 5,930. Y sí, esas defunciones –seguirán argumentando los no epidemiólogos— son la prueba de que “se están ocultando muertos” y que los casos de Covid-19 se están registrando como “neumonías atípicas”.
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