El mundo sin rostro de la nueva normalidad

Por Nofret B. Hernández Vilchis

Varias ciudades de la República Mexicana y diversos países en el mundo
han exigido el uso obligatorio de mascarillas o cubre bocas en las calles y
en los lugares públicos cerrados.

En sitios de China hasta Francia, República Checa, Eslovenia, Eslovaquia y
algunos estados como Nuevo León, Jalisco y Coahuila o ciudades como
Hermosillo, Nuevo Laredo y la Ciudad de México, la gente realiza sus
actividades cotidianas –incluidos funcionarios– utilizando diversos tipos de
mascarillas improvisadas y coloridas.

Por otro lado, la Organización Mundial de la Salud –OMS, por sus siglas
en inglés–, se tardó en recomendar el uso de este aditamento y lo reservaba
al personal médico y a los enfermos. Ya existen varios estudios serios que
explican la importancia de usar la mascarilla para reducir la propagación
del virus que llegó para quedarse: el Covid-19 o SarsCov2.


¿Pero por qué un pedazo de tela tan pequeño ha generado tanto revuelo por todo el mundo?

Para comenzar el debate, es posible ejemplificar con la férrea renuencia del
presidente estadounidense Donald Trump, o de sus homólogos latinos Jair
Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador, a usarlo. Este rechazo también
se ha extendido entre personas de a pie en varios estados del vecino del
norte. Incluso es posible encontrar videos que documentan ese rechazo –a
veces violento– por ocultar facciones.

Todo esto me hizo recordar ese miedo constante que tienen los occidentales
por cubrirse el rostro, por no poder ver las reacciones faciales de su
interlocutor. Ese miedo normalizado e internalizado proviene de la
narrativa exotizante del “otro” lejano y oriental. Ese desconocido que nos
atrae, pero que también nos atemoriza; esa narrativa orientalista que bien
desmenuzó a lo largo de su trabajo Eward Said, sigue presente hasta
nuestros días.

¿Pero por qué un pedazo de tela tan pequeño ha generado tanto revuelo portodo el mundo?

Desde que inició la mal llamada “guerra contra el terrorismo” se le ha
exigido a las mujeres musulmanas –porque recordemos que no todos los
árabes son musulmanes, ni todos los musulmanes son árabes– que se
descubran las caras para las fotos de visado y pasaporte; les exigen en
Francia que no lleven el velo ni tampoco el nikab en los espacios públicos.

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El nikab es precisamente ese pedazo de tela que cubre la nariz y la boca de
las mujeres musulmanas. Durante mis últimos años de estancia en Marsella
como doctorante, pude observar que algunas musulmanas optaban por la
mascarilla para taparse sin ser multadas, pues un cubre bocas no puede
considerarse ilegal.

Ahora, por la contingencia nos cuestionamos si es aconsejable exigir el uso
masivo de mascarillas o no. Es cierto, hay que extremar precauciones en su
uso para evitar que resulte contraproducente, pero precisamente los
fabricados en casa con tela pueden resolver dos problemas de un tirón: el
desabastecimiento para el equipo médico y los enfermos, así como el reúso
y la contaminación.

Los cubre bocas hechos caseramente con un pedazo de camiseta vieja
pueden protegernos mientras protegemos a los demás, aunque sea
mínimamente. Los podemos lavar correctamente, reusar y además,
evitamos desabastecer a los médicos, enfermeros y enfermos de este
insumo tan vital para ellos.

Más allá de las recomendaciones de cómo y en qué momento utilizar este
material, también deberíamos preguntarnos si estamos listos para vivir en
un mundo sin rostros ni emociones reconocibles a simple vista a causa de
esta emergencia sanitaria.

Asimismo, deberíamos reflexionar sobre qué significa cubrirse el rostro
para ciertos grupos. Si los latinos y los afroamericanos en Estados Unidos
se han rehusado a utilizar el cubre bocas es porque sienten que los colocará
de inmediato en una posición de vulnerabilidad y de posible discriminación; creen que se les criminalizará de inmediato.

¿Y en México, qué exactamente significa cubrirse el rostro? Quizás más
allá de la posible criminalización de algunos grupos por ir cubiertos, este
“nuevo accesorio” será otro marcador más de status. Recordemos que en
nuestro país, la vestimenta es símbolo de clase y de identidad desde la
colonia. La ropa le sirve al mexicano para distanciarse de lo que no quiere
ser y acercarse a lo que aspira ser.


¡Y vaya que se han visto ya imágenes en los países en los que la desigualdad es grande, mascarillas improvisadas que muestran las míseras condiciones de vida de quien las porta! No dudo que en colonias económicamente más afortunadas de nuestra capital, veremos a gente lucir los cubre bocas transparentes que permitirán observar si el portador sonríe o se enoja. Seguramente en esos mismos barrios, veremos a aquellas personas que llenan el Metro como hormigas en las horas pico, usando un cubre bocas desechable y eso, en el mejor de los casos.

Mientras un grupo se preocupa por mantener su identidad, el otro subsiste sirviendo a los primeros y esa es su prioridad: no morir de hambre. En México hay gente que luce el cubre bocas más sofisticado, el más eficaz, el de marca y que está al último grito de la moda individualista, mientras que otro sector de la población sólo puede darse el lujo de protegerse detrás de un cubre bocas desechable hecho tirones o de los restos de una botella de plástico. En países donde la desigualdad impera, imperan también esos marcadores de clase.

Quizás sea momento de replantearnos nuestras prioridades en materia de
seguridad y solidaridad. ¿Es más importante cuidar nuestra salud y el medio ambiente o seguir luchando los unos contra otros por supuestas
diferencias ideológicas y religiosas que esconden intereses económicos
detrás? ¿Resulta imperativo conseguir el “mejor cubre bocas”, el más
personalizado y en el afán de salvarnos condenar al olvido la lucha por
crear una sociedad menos desigual? ¿De verdad no nos provoca nada saber
que estamos llenando el fondo de los mares con desechos no fácilmente
biodegradables y biológicamente infecciosos?

Para superar esta pandemia debemos actuar local y pensar global. Y por lo
menos en algo, ese “otro”, ese oriental al que tanto ha estigmatizado el soft
power –y el hard power– del supremacismo blanco en Estados Unidos y Europa tiene una ventaja: no tiene miedo de los rostros cubiertos, no se sofoca detrás de un pedazo de tela y no necesita demostrar a través de él su
status.

Es momento de reinventar nuestro rostro como ciudadanos de un mundo
compartido de cara a esta pandemia.

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