El lado humano de José Revueltas

Por Rosa Citlali Martínez Cervantes

“Conviví con él desde niña: nos visitaba en Morelia o nosotros íbamos a verlo a México. Y a mí  me encantaba sentarme en medio de él y mi papá a disfrutar sus pláticas alegres, profundas, ingeniosas, albureras, llenas de “malas palabras”, con chistes subidos de color, juegos palabras. Tal vez por eso salí medio mal hablada y con facilidad para pescar el doble sentido y el albur.

Era el hombre más tierno, dulce y amoroso de la tierra; pero también terrible, implacable, firme y valiente cuando se trataba de defender sus principios o al escribir sus novelas.

Era un niño al que le daba pánico prender el boiler, por lo que tomaba un palo de escoba, le envolvía periódico en la punta, le prendía fuego y desde lejos lo encendía.

O cuando estaba entregado a la creación y lo encontraban encerrado durante varios días, comiendo sólo barras de chocolate Carlos V (“buenísimo para su diabetes”). O cuando buscaba evadir la llamada de atención por llegar tarde a una reunión de la Liga Leninista Espartaco. Su justificación era: “es que en el camión donde venía, se subió  un compañero perro con muletas y tuve que acompañarlo hasta su casa y luego regresar a la reunión”.

Ingenuo y de una ternura infinita. Creía y tenía fe en todos sus camaradas. Cuando coincidía con uno en posiciones y actuación, decía: “es un compañero bonito”. Y les buscaba siempre el lado bueno, resistiéndose a aceptar la traición y sufriendo mucho cuando al fin tenía que reconocerla.

Pero fue también el indomable militante comunista que a los 14 años ya estaba en la Correccional como preso político; a los 15, en las Islas Marías, en donde estuvo dos veces; en todas las cárceles de México; para concluir con la última, en Lecumberri,  de noviembre de 1968 a 1971. Aquí, ya muy enfermo de la diabetes y a los 54 años,  participó en una huelga de hambre de 40 días, misma que algunos más jóvenes no aguantaron.

Enamorado de la libertad, militó por convicción comunista, pero les quedó muy grande a las organizaciones, por lo que fue expulsado del Partido Comunista, de la Liga Leninista Espartaco, que él mismo había creado, y otras más.

Lo vi llegar en los primeros días de agosto de 1968, con sólo su portafolio, a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en donde se quedó a vivir hasta el 18 de septiembre de ese año, el día en que el Ejército allanó la máxima Casa de Estudios del país.

Desarrolló una intensa actividad: muchas veces presidió la asamblea permanente de los estudiantes de la Facultad, a la que yo asistía a diario; participaba en las reuniones del Comité de Lucha; elaboraba desde volantes y manifiestos hasta escritos de análisis político y su teoría de la Autogestión Académica, su gran aportación al movimiento. La mayoría de estudiantes y Maestros, entre ellos Roberto Escudero, su gran discípulo, Fernanda  Navarro y yo, nos sentíamos muy orgullosos de que el gran novelista de México hiciera suya nuestra lucha, renunciando para ello al trabajo que tenía en el Comité Olímpico y que al fin le había permitido  recibir un sueldo decoroso para sobrevivir. Los mandó al diablo y se entregó de lleno a nuestra fiesta estudiantil.

Siempre estuvo seguro de que la revolución socialista en México estaba a la vuelta de la esquina, por lo que al iniciarse el movimiento estudiantil, pensó que al fin se hacía realidad su sueño de toda la vida”.

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