Día 85: Globos amarillos rompen la monotonía de la peste

Por Rivelino Rueda

En aquel lugar reinaba tal paz y belleza,

y era tanta la claridad y el júbilo

del paisaje soleado,

tal la música gozosa de los cantos

de los pajarillos estivales,

tanta la libertad que había en el rápido

paso de la corneja que revoloteaba

sobre su cabeza,

tanta vida y alegría en todo,

que cuando el muchacho alzó

sus dolientes ojos

y miró a su alrededor,

le asaltó instintivamente la idea

de que aquella no podía ser

la hora de la muerte.

Charles Dickens/Oliver Twist

El estruendoso estallido contra la banqueta del globo amarillo inflamado de agua le arranca a Samuelito una electrizante y contagiosa carcajada.

Alexis, el repartidor de despensa a domicilio en bicicleta, primero esquiva la expansión líquida, y luego se envuelve también en el frenesí del niño en cuarentena.

La abuela Carmen sujeta al pequeñín por la cintura en el balcón del primer piso. Tiene que existir un remanso de distracción en este encierro alucinante de más de dos meses y medio. Nieto y abuela conspiran y encuentran un punto de imperturbable paz pandémica.

Carmen hoy cuida a Samuelito por la “nueva normalidad” de la crisis epidemiológica, en donde este miércoles se registraron un acumulado de 15,357 decesos y 18,904 casos de contagios activos en todo el país. La abuela está absorta en un pequeño curioso, inquieto y harto exigente. La mamá tuvo que retomar sus labores y hoy Carmen protege orgullosa los barullos magnéticos del nieto de cinco años.

Samuel reclama algarabía y juegos en tierras insondables de una plaga hostil y artera, que ataca a mansalva como animal decadente. Y ahora el desayuno a medias. Y ahora el vaso con leche. Y ahora un poco de tele.

Y ahora las clases virtuales. Y ahora el dos-más-dos-son-cuatro-cuatro-y-dos-son-seis-seis-y-dos-son-ocho-y-ocho-dieciséis. Y ahora el abecedario y el mi-mamá-me-mima. Y ahora lo más divertido del día: el lanzamiento de los amasijos adiposos de agua cristalina por el balcón de la abuela.

Minutos que resquebrajan una monotonía atonal, punzante. Las risotadas de Samuel desentumen un perímetro donde la angustia de puede agarrar con los dedos. La explosión de los globos amarillos de agua distrae la mente enajenada de peste.

“¡Otro abue! ¡Otro!”, grita el niño a Carmen e irradia remansos de paz en la zona.

Samuel corre al interior del departamento y la abuela lo sigue. Es su sombra. Es su placebo tangible en las horas de la plaga. Y ahí va otro globo amarillo hacia el vacío. Y ahí un niño hace honor a la Teoría de la Gravedad de Isaac Newton. Y ahí un niño que experimenta otras alquimias en los engranajes taciturnos y amargos de estos tiempos.

Luego escuchar atónito las notas quebradizas y melancólicas que salen de la caja antigua de madera de los cilindreros. Observar con miles de dudas a las mujeres y hombres que visten enormes uniformes caqui y piden monedas desde allá abajo.

Meditar sobre esos pequeños discos de níquel que caen, como sus globos amarillos, en sombreros añejos con costras de sudores remotos.

Luego la comida de la abuela. Luego la siesta. Luego la tarea. Luego otro juego desde el balcón… Falta una hora para el ocaso.

Carmen y Samuel ahora lanzan al vacío algodón de un cojín viejo y un pequeño bote vacío de crema.

El niño dice que son barcos surcando nubes. La abuela lo secunda y escucha en la voz del nieto un remanso de paz. Escucha un murmullo de alivio en medio del enorme pantano provocado por la tragedia pandémica.

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