Por Rivelino Rueda
La revista española Interviú regularmente estaba en un cajón bajo llave. Era muy complicado acceder a las bellas mujeres europeas, desnudas o con poca ropa, que ofrecía esa publicación que inauguró la etapa postfranquista en España.
Pero aquella ocasión fue diferente. Las páginas de “las encueratrices” –como la nombró mi madre– permaneció varios días afuera de su lugar. No voy a negar que lo primero que hice, a mis 13 años, fue llevarme la revista al baño para “echarle una ojeada”.
Ya eran los últimos días de septiembre de 1985. Lo peor de las secuelas de los terremotos del 19 y 20 parecían haber pasado, y me refiero a las secuelas telúricas del fenómeno, que no las sociales, las cuales marcaron un antes y un después en la historia contemporánea de la capital del país, sobre todo en la formación de una sociedad civil pujante.
La edición de la revista española permaneció ahí por muchos años y no corrió la suerte de las otras. La única explicación posible que se me vino a la mente años más tarde fue que la portada y gran parte de la publicación se dedicaron a la tragedia en México de unos días atrás.
Una cabeza y una fotografía a color publicadas en Interviú las tengo grabadas desde esos días y para siempre.
“Las primeras noticias que recibimos eran que la Ciudad de México había desaparecido”, decía el título de un texto que hablaba sobre la ayuda internacional que estaba llegando a México. Era el testimonio de un rescatista madrileño que estuvo en las tareas de remoción de escombros y búsqueda de sobrevivientes en el Edificio Nuevo León de la Unidad Habitacional de Tlatelolco.
La fotografía literalmente era una síntesis de la tragedia de esos días. Cientos de personas hacían una larga fila en la cancha del Parque de Beisbol del Seguro Social, en Viaducto y Cuauhtémoc. En primer plano, médicos y enfermeras controlaban a una mujer que acababa de reconocer el cadáver de alguno de sus familiares, o quizá a todos.
A los costados de la escena, uno tras otro, uno tras otro, uno tras otro, cientos de cuerpos que yacían en el pasto, cubiertos con sábanas blancas y bolsas de hielo para evitar que se acelerara la descomposición.
A 31 años, como cada 19 de septiembre, las imágenes y los recuerdos regresan, pero también los íconos de esos días; los chistes, como aquel que decía que el rockero mexicano, “Rockdrigo González, murió de un pasón de cemento”; o la verdadera solidaridad de esas jornadas, no la que se convirtió en el eslogan del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, y fundamentalmente el nacimiento de una nueva ciudadanía, la que reaccionó a tiempo y la que superó desde las primeras horas la incapacidad perenne de los gobiernos en turno. La única que le puede dar un rumbo distinto al país.
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Para darnos una idea de la magnitud del terremoto del 19 de septiembre de 1985 basta ver una imagen de televisión de unos 30 segundos.
Lourdes Guerrero, conductora del noticiario matutino de Televisa da la hora, “siete de la mañana con 19 minutos”, luego dice que “está temblando un poquito, vamos a esperar unos minutos”.
La enorme lámpara central del estudio televisivo de Avenida Chapultepec primero gira en círculos y luego comienza a brincar. Oscila y trepida. La imagen se distorsiona y luego desaparece por completo. Todavía faltaban otros 40 segundos más para que las entrañas del Valle de México dejaran de sacudirse de su energía acumulada de la forma más devastadora posible.
En esas fracciones de segundo –en las que la conductora alcanza a descifrar que está temblando y la abrupta salida del aire–, el cuadro que comprende el Viaducto Río de la Piedad y Eje 2 Norte, de sur a norte, y la Calzada de La Viga hasta Insurgentes, de oriente a poniente, es literalmente bombardeado de abajo hacia arriba, desde el centro de la tierra hasta el cielo capitalino.
Innumerables construcciones en ese perímetro son arrancadas y pulverizadas en el aire, como si se tratarán de esas plantitas llamadas dientes de león que tanto llaman la atención de los niños.
Así lo testifican las fotografías de esas horas amargas. Las de los edificios habitacionales y de oficinas del Centro Histórico. Las de los multifamiliares en las unidades Juárez y Tlatelolco. Las de las casas, escuelas y vecindades porfirianas en la Colonia Roma. Las instantáneas de los literales centros de esclavitud para costureras en San Antonio Abad y Pino Suárez… Las de los hoteles y hospitales, como el Regis y el Centro Médico.
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Cuando uno es niño busca héroes o heroínas, y en esas horas de incertidumbre, de dolor y de muerte, las calles de la Ciudad de México estaban llenas de ellas y ellos.
Raudales y raudales de mujeres y hombres invadieron los puntos estratégicos de la tragedia (centros de acopio, zonas de desastre, hospitales, cementerios, plazas públicas, fosas comunes) para arrebatarle la autoridad a las autoridades, el poder a los poderosos.
Cuando uno es niño tiene ídolos de carne y hueso. Mi amigo Alberto Díaz, “El Carajillo” y yo vivíamos alucinantes discusiones futboleras en la secundaria. Él portero (de hecho un gran guardametas) y yo mediocampista (un torpe y temeroso volante por derecha con el número 8 en su espalda), no teníamos otro tema de conversación que el próximo mundial de futbol, que se realizó en 1986 en México. Los planes eran ir al mayor número de partidos que estaban programados en el Estado Azteca y en el Olímpico Universitario.
“El Carajillo” y yo no nos esperábamos este fenómeno. Unos días atrás iniciamos los partidos en la Liga Satélite venciendo a los Gallos París con un contundente cuatro a uno. Todo parecía indicar que esta temporada sí levantaríamos la copa.
El terremoto de 85 nos sorprendió a ambos en nuestros respectivos salones de secundaria. Él en el segundo A y yo en el segundo B. Las primeras noticias nos llegaron en la segunda hora de la jornada, cuando el profesor de Física, José Luis Posadas, encendió su radio de baterías. Ahí nos enteramos de la tragedia.
Ya para la tercera hora algunas madres y padres comenzaron a pasar a recoger a algunos compañeros. Al “Carajillo” se le notaba más pálido que de costumbre y ni siquiera se despidió cuando su mamá pasó por él. Vivía en la colonia de al lado, en la Victoria de las Democracias, pero ya nunca nos volvimos a ver. Ese día se canceló de súbito una gran amistad.
Luego nos enteramos por vecinos que la mamá había entrado en una crisis incontrolable de pánico y determinó llevarse a todos sus hijos a su pueblo natal, La Piedad, Michoacán… Y detrás de Beto Díaz y su familia se fueron miles y miles de personas a sus lugares de origen… Y el dolor y la tragedia de esas horas decisivas se agudizaron con el éxodo de miles, aquellos de los que ya no supimos su rastro, ni siquiera para una carta, ni siquiera para la despedida.
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Cada vez que uno pasa por la Plaza de la Solidaridad, donde se encontraba el Hotel Regis, o por la explanada donde se erguía el Edificio Nuevo León, en Tlatelolco, la sensación es la misma…Como una presión en el vientre y una permanente repetición de flashazos en la mente. Luego una sensación de escalofríos y recuerdos.
El otoño del 85 defeño nos heredó eso, una repetición permanente de símbolos y de íconos que permanecen después de tres décadas. Los hombres y mujeres anónimos pasándose, de mano a mano, cubetas repletas de escombros. Rescatistas y sociedad civil bajando a los sobrevivientes en colchones o camillas improvisadas.
El reloj Rolex del Hotel Regis sobre Avenida Juárez, marcando la hora puntual de la tragedia, las 7:19, entre el humo del derrumbe y del incendio posterior al colapso. La extraordinaria y oportuna crónica por radio (después televisada) de Jacobo Zabludosky, desde su casa en Lomas de Chapultepec hasta las instalaciones de Televisa Chapultepec.
Los soldados y policías pasmados ante el caos, sin capacidad de reacción ante la gestación de la sociedad civil organizada en tierras chilangas. El recorrido absurdo y hasta caricaturesco de Miguel de la Madrid por las zonas de desastre, con un semblante de asombro e incapacidad ante la magnitud de la tragedia.
El deslinde e impunidad de funcionarios públicos y frente a ellos una ciudadanía pujante, solidarizándose con el semejante. Los “niños milagro” del Hospital Juárez. El campo de beisbol del Parque del Seguro Social convertido en anfiteatro. Las largas filas en torno a los teléfonos públicos, de donde se podían hacer llamadas gratuitas al interior de la República. Los camiones de Ruta 100 y los taxis que sirvieron de transporte público gratuito, ambulancias, vehículos de mudanza o para el traslado de damnificados.
Las plazas públicas convertidas en centros de acopio y en campamentos para los damnificados. La oscuridad profunda y la nueva sacudida de la noche del 20 de septiembre. La antena de Televisa colapsada.
La radio y los canales de televisión pública (Canal Once e Imevisión) realizando la función real que tienen que hacer los medios masivos de comunicación. La revelación desgarradora sobre las condiciones infrahumanas de cientos de trabajadoras en edificios derruidos en Pino Suárez y San Antonio Abad. El ulular de las sirenas de ambulancias día y noche, día y noche, día y noche…
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Quizá en la cabeza del texto de la revista Interviú sobre el terremoto de 1985 sí había desaparecido algo en la Ciudad de México: el miedo a guardar silencio, el miedo a salir a las calles a manifestar un profundo descontento con las políticas gubernamentales que se estaban aplicando en ese momento, el miedo a levantar la voz y a exigirle a las autoridades la mínima rendición de cuentas.
El otoño del 85 inauguró un nuevo calendario de impunidad en el país, el que inicia con la fecha 19 de septiembre, luego sigue con el 26 de septiembre y termina el 2 de octubre, todas hiladas por Tlatelolco y con una diferencia de 15 días.
La primera por el derrumbe del Edificio Nuevo León, la segunda por el “boteo” que realizaban los normalistas de Ayotzinapa para asistir al aniversario de la masacre del 2 de octubre, y la tercera por la matanza en la Plaza de las Tres Culturas.
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