Los narradores de guerra (Primera parte)

Por Rivelino Rueda

Pero nunca, nunca se consideraron los hombres 

tan inteligentes e inquebrantables 

en la verdad como se consideraban 

estos atacados. 

Jamás se consideraron más infalibles 

en sus dogmas, en sus conclusiones científicas, 

en sus convicciones y creencias morales.

Fiódor Dostoyevski/Crimen y castigo

Ryzszad Kapuscinski, uno de más los grandes corresponsales de guerra en la historia del periodismo, para muchos el más grande, decía que en la primera característica de los periodistas en conflicto armado es la de procurar o conservar su esencia y hablar o escribir con un lenguaje de entendimiento y de comprensión de la paz, sin utilizar el odio o estimular la venganza.

Y el maestro polaco anotaba: “Creo que nuestro papel, cuando escribimos sobre la guerra, consiste en recordar y entender que estamos ante una situación trágica para todos sus participantes. La guerra es el único fenómeno humano en el que todos son víctimas, todos pierden, todos terminan infelices”.

La estimulación del odio, la estimulación de la venganza, no cabe en épocas de incertidumbre. No caben en cualquier ser humano; mucho menos en un periodista, en un corresponsal de guerra, en un narrador de conflictos armados. 

Eso simplemente es propaganda, es decir, prestarse al juego de alguna de las partes en discordia para cumplir uno de los propósitos fundamentales en todas las guerras: ganar en el frente de la desinformación, de la generación del miedo entre las masas.

Curzio Malaparte, el gran periodista italiano, quien narró episodios brutales de la Segunda Guerra Mundial en distintos frentes de Europa, narra en su libro de no ficción Kaputt, un pasaje devastador en los Balcanes, que describe sólo un hecho que se desarrolló en la que quizá se cometieron las mayores monstruosidades en la historia de la humanidad. 

Y lo escribe así, sin odios, sin venganzas, sin calificar nada. Sólo narrando:

–El pueblo croata –aseguró Ante Pavelich– quiere ser gobernado con bondad y con justicia. Y yo estoy aquí para garantizar esa bondad y esa justicia.

Mientras decía esto, yo contemplaba un cesto de mimbre colocado sobre la mesa del despacho, a la izquierda del poglavnik. El tapetito que lo cubría estaba un poco levantado, permitiendo ver que el interior estaba lleno de frutos de mar, al menos así me parecieron a mí, y hubiese asegurado que eran ostras sacadas de su concha, como las que a veces se ven expuestas en grandes fuentes en los escaparates de “Fortnum and Mason”, de Piccadilly, Londres. Casertano me miró guiñándome el ojo:

–¡Bien le agradaría una buena sopa de ostras! –pregunté al poglavnik.

Pavelich alzó la servilleta que cubría el cesto y, mostrándome aquellos frutos de mar, aquella masa gris y gelatinosa, me contestó, sonriendo con su habitual, bonachona y cansada sonrisa:

–Es un regalo de mis fieles ustachi. Son veinte kilos de ojos humanos.

Las y los narradores de guerras (las y los verdaderos, no los que van a posar para sacarse la foto a lado de un tanque de guerra, de una trinchera o un automóvil en llamas; a narrar los hechos desde los balcones de los hoteles; a desinformar, hacer propaganda o lanzar espumarajos de odio, o a jugar el juego de “la manada”, como los describe Kapuscinski) son selectos.

Son los que tienen esa capacidad de contar la historia desde una perspectiva humana en medio de lo inhumano; de relatar la miseria humana en medio del segmento extremo derecho del tríptico El Jardín de las delicias, de Bosco.

Es aquí donde entran en escena las “tres libretas” del reportero de guerra –como las llamaba Kapuscinski–, vitales en las coberturas sobre conflictos armados. En ellas se apuntala el calibre del periodista, su responsabilidad ante las audiencias, su profesionalismo y su dimensión humana.

La primera es para el texto del día a día. El que sirve para narrar los hechos diarios sin ambages, sin decantarse por algún bando; es la herramienta indispensable para la nota diaria, para los acontecimientos que van de un día para otro, tratándose de prensa escrita, o para los próximos minutos o las próximas horas, si va para medios electrónicos o digitales.

Una segunda libreta tiene la función de recabar los elementos indispensables para los grandes textos periodísticos de largo aliento: el reportaje, la crónica, la narrativa testimonial. 

Ahí entra en juego la capacidad del periodista de investigar las historias que se narran (en los tres casos se investiga, Gabriel García Márquez decía que la investigación es inherente al periodismo; las tres libretas y todos los géneros deben sustentarse con la investigación); cruzar versiones; verificar, verificar y verificar; recolectar el mayor número de testimonios posible; documentarse sobre la historia de la región donde se desarrolla el hecho.

Esas libretas se traducen en los grandes reportajes o en las grandes crónicas para diarios, revistas, suplementos especiales, primeras planas. Son los que marcan la diferencia entre los grandes medios de comunicación y el resto, pero también son los que marcan la diferencia entre los grandes periodistas y el resto. 

Una condición básica de todo gran periodista es ser, en su trabajo y en los hechos, un gran ser humano. No hay más.

La tercera libreta del corresponsal de guerra va más allá de la inmediatez o del mediano plazo. En este cuadernillo se siembran las semillas de los grandes libros de no ficción de esas coberturas. De estas líneas brotan los trabajos que delimitan la vaguedad y lo eterno.

Un referente es Svetlana Alexiévich, la periodista bielorrusa Premio Nobel de Literatura 2015. En sus textos se confunde la belleza narrativa, lo poderoso que puede llegar a ser el testimonio, la reconstrucción de hechos que ocurrieron seis o siete décadas atrás, y el horror de la guerra, la reproducción de actos de barbarie que devastan a cualquier lector.

Aquí un ejemplo del libro La guerra no tiene rostro de mujer. Svetlana sólo es una espectadora. Deja hablar a las y los testigos de la Segunda Guerra Mundial en el frente soviético. Ellos cuentan la historia. Svetlana escucha y luego transcribe. No hay odio. No hay propaganda. No hay juicios… sólo queda el periodismo a secas, la pluma de los grandes narradores de guerra:

Ardían los bosques y los campos… Humeaban los prados. Vi perros y vacas quemados… Un olor insólito. Desconocido. Vi… los barriles con los tomates y las coles quemados. Ardían los pájaros. Los caballos… Todo… Las carreteras estaban llenas de objetos negros, quemados. Había que acostumbrarse a ese olor…

Comprendí entonces que cualquier cosa puede arder… Incluso la sangre…

@RivelinoRueda

¡Suscríbete a nuestro newsletter!

Related posts