Día 91: La fosa común, el inevitable destino de Zoila

Por Rivelino Rueda

Las suplicantes desnudaban su miseria,

sus sufrimientos,

ante aquellos ojos esmaltados,

inmóviles.

Y su voz era entonces

la del perro apaleado,

la de la res

separada brutalmente de su cría.

A gritos solicitaban ayuda.

En su dialecto,

frecuentemente entreverado

de palabras españolas,

se quejaban del hambre,

de la enfermedad,

de las asechanzas armadas por los brujos.

Rosario Castellanos/Balún Canan

Zoila se desvaneció cuando abrió el primer recipiente de comida. Eran una rajas poblanas que minutos antes le habían obsequiado unos vecinos de “a la vuelta”, en la calle de Mitla. Dicen que tenía frío, que le dolía el pecho y que la migraña no paraba desde hace tres días.

Los paramédicos se la llevaron en una ambulancia del ERUM. Luego les avisaron que había muerto. Que si sabían de algún familiar o conocido que fuera a reconocer el cadáver.

Nadie sabe de dónde vino, ni cómo llegó, ni hacia dónde iba. Zoila apareció así nomás, como aparece una rama nueva del tronco madre de un árbol; como aparece una bolsa de basura recargada en un poste; como aparece una cucaracha en al abismo de una alcantarilla.

La muchacha de veintiocho años apareció y se fue como un espectro atonal en medio de la peste. No le alcanzó siquiera a utilizar el bozal blanco de tela quirúrgica que le acababan de proporcionar unas horas antes. Todo quedó ahí botado. Todo quedó pendiente, pospuesto para otra ocasión, a punto de…

Tenía hábitos nocturnos. Nunca se le vio el rostro al sol. Pero tampoco nunca pidió nada. Todo fue por voluntad de los vecinos. Cuando alguien avisó que estaba tirada en la esquina, debajo de un árbol, se posó sobre el lugar un silencio cerrado.

Valentina fue la que reportó a los servicios de urgencias médicas el estropicio de la mujer en condición de calle y con problemas de salud mental. Alguien más la cubrió hasta el cuello con una frazada, precisamente la noche en que las autoridades sanitarias reportaron 18,310 decesos en el país por la plaga del “sarscovdos” y 21,159 contagios activos.

Zoila se acurrucó, cedió al sueño, al cansancio, a la enfermedad, al olvido. Se dejó llevar por un arrullo imperceptible. Apenas probó nada de su alimento. Las costras en el barro húmedo dejaron una marca con su silueta. Las cagadas de pájaros que salpicaron, desde la primera aurora, el contorno de la tragedia.

Cuando se la llevaron en la ambulancia ya iba fracturada, fragmentada en una pedacería de males antiguos. Se fue con un silbido débil que salía de los pulmones y unos párpados pesados como los mares. Dicen que tenía el semblante de niña traviesa arriba del vehículo de urgencias y que incluso alguien adivinó uno que otra sonrisa pícara en sus labios secos.

Dejó sin máculas la sopa de fideo, el arroz con huevo revuelto, las tortitas de carne en salsa verde, las tortillas húmedas y el agua de melón. Dejó la bolsa negra y la mordaza sanitaria. Dejó la trapisonda lunar de sus insomnios lastimeros. Dejó un vahaje dulzón y tímido en la circunferencia que atestiguó su último esfuerzo.

 Zoila resollaba algunas cosas inentendibles en las semanas que estuvo de paso por estas calles. Nunca dijo de dónde era. Si era chilanga o de algún estado de la República. No habló de amigos, conocidos o familiares. Eso fue lo que le dijo Viridiana a los paramédicos, primero, y luego a las autoridades de Salud del Gobierno de la Ciudad de México cuando informaron sobre su muerte por coronavirus.

También le dijeron que estará unos días en el forense para ver si alguien reclama el cuerpo. Si no es así, Zoila y su enorme sonrisa de muchachita traviesa terminarán en una fosa común. Solamente le comentaron eso. No más.

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