Por Rivelino Rueda
Yo sabía que las cucarachas resistían
más de un mes sin alimento o agua.
Y que hasta de la madera hacen
una sustancia nutritiva aprovechable.
Y que, incluso después de pisadas,
recuperaban lentamente su forma
y seguían caminando…
Hace trescientos cincuenta millones de años
que se reproducían sin transformarse.
Cuando el mundo estaba desnudo,
ellas ya lo cubrían pausadas.
Clarice Lispector/La pasón según G.H.
Plaga llama a plaga. Aparecieron de la noche a la mañana sin ninguna explicación. Doña Petra Rizo asegura que nadie en el pequeño edificio de cuatro departamentos de la colonia Atenor Sala echó mano de insecticida, venenos, cloros, ni nada por el estilo.
Pero amanecieron ahí, apiladas, enmarañadas como racimos de terminales nerviosas chamuscadas por el sol.
Cuando inició el confinamiento por la pandemia, hace ya setentaiún días, comenzaron a aparecer como ejércitos silenciosos. Hacía falta un poquito de tranquilidad arriba para que emergieran con toda su singular e imponente belleza desde coladeras, huecos de árboles viejos, grietas de banquetas destrozadas por poderosas raíces de ahuehuetes y huizaches, pero también de postes raquíticos de madera añeja.
Torpes, ciegas, ofuscadas por la libertad, por las nulas amenazas; atolondradas por la luz del día y por la inmensa tranquilidad de las madrugadas, los obesos insectos rojizos se apoderaron de la calle y de la situación pandémica. Se empalmaron a otra plaga (la invisible) para hacerse visibles.
A nadie molestan. Son atolondradas por naturaleza. Chocan con los zapatos en movimiento o con las patas de perros y huyen despavoridas. No soportan vibraciones ajenas cerca de su perfecta estructura.
Lo que provocan regularmente son asco, repugnancia, ansiedad desbordada. Y sí, por lo común mueren por ellas mismas, boca arriba, de cara al sol, sin poder controlar su peso molecular para darse el giro de la salvación. Nomás no pueden.
Así pasa con esta legión de cucarachas. Nadie se metió con ellas, nadie las espantó. Ni siquiera los hartos gatos que rondan las calles vecinas, quienes se divierten lanzándoles zarpazos como si fueran pequeñas bolitas de estambre. Yacen debajo de la enorme y perezosa haya.
Y sí, parecen frutos que cayeron de las ramas del árbol y se estrellaron en ese rincón mortuorio y anegado de orines de chuchos y mininos. Sufren en exceso. Su muerte es un proceso lento de desesperación inconmensurable en el intento de girar su caparazón quebradizo.
Pero ellas mismas impiden su tránsito a la vida. Ellas mismas, rubicundas y milenarias, bloquean ese giro con los cilios, los filamentos secos y unas antenas que recuerdan las curvas de una pandemia. Todos los que pasan por ese campo de exterminio sólo mueven la cabeza y observan con lástima y asco. El desprecio es mayúsculo. Ni siquiera las aves se interesan por ese posible alimento.
“¿Y si les echo cloro para que ya no sufran?”, pregunta Doña Petra Rizo a un vecino. “Es que se las pueden comer los gatos o los pájaros y se pueden envenenar. Mejor dejémoslas ahí”. Y ahí siguen, en el día que la otra peste, la del Covid-19, ya sumó 8,597 decesos y 78,023 casos positivos confirmados desde el 28 de febrero, cuando se registró al primer infectado.
Tampoco “Nico”, el barrendero del barrio, se las quiso llevar. “Esas madres no se mueren, ¿pa’ qué quieres que mis barriles se conviertan en un nido de cucarachas? Ni madres. Que ahí se queden pudriéndose”.
Plaga llama a plaga. Y es que hasta ahora las únicas interesadas en saciarse de los esqueletos y cuerpos moribundos de esos insectos rubicundos son otro tipo de plaga que ha aparecido en los días de la pandemia: las hormigas, los asqueles y las enormes moscas pardas. Nadie más…
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