Por Rivelino Rueda
En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.
Miguel León-Portilla/La visión de los vencidos
Desde hace pocos días dejaron de ser simples cruces para marcar el distanciamiento. Hoy esos taches plasmados en las banquetas, afuera de las tiendas de abarrotes, de taquerías, de recauderías, de tortillerías, de heladerías, son un recordatorio implacable de que algo está ocurriendo en este suelo.
Ya setenta días de confinamiento. Ya casi dos meses y medio desde que aprendimos un nuevo lenguaje, nuevos códigos, nuevas formas de comunicación, nuevas formas de relacionarnos con nosotros mismos.
Casi diez semanas hasta toparnos con este escenario de 8,134 decesos, 74,560 casos positivos acumulados, 501 muertes en un solo día, 3,455 contagios en las últimas 24 horas, con miles de cruces pintadas en el pavimento, estampadas con cinta adhesiva, con aerosol, con gises blancos y de colores.
El doloroso recordatorio de que esto no ha terminado.
“Taches”, “equis”, o “cruces”. Todo gira alrededor de las asociaciones entre la tragedia y la “nueva normalidad”. Los muertos que se fueron así nomás, como diría el subcomandante Marcos tras el levantamiento zapatista de 1994. Los días cerrados, pesados, dubitativos. Los “taches” como camposantos en la primavera más letal del México reciente.
“Equis” a flor de piel en una ciudad quebrada por conquistas, pestes, guerras, invasiones, asonadas militares, terremotos, inundaciones, masacres, hambrunas, incendios, rabias y cóleras implacables. Tufos de plagas y de construcciones derruidas por hombres o por calamidades.
Y allá abajo la afrenta de los vencidos, de los ahogados en el lago disecado. Y acá arriba los muertos nuevos, los de la peste mortífera, los de los pulmones destrozados, los de las fiebres quiméricas, los de los dolores infernales. Acá las cruces en el pavimento.
Acá los recuerdos agrios y en silencio. Acá el atragantamiento con velorios y cremaciones casi clandestinas. Allá abajo y aquí arriba el gañote cerrado por las miles de tragedias.
La despedida que nunca fue. La más aberrante separación. El que se fue por la viruela. El atravesado por un bergantín. El que cayó en la Plaza de las Tres Culturas. Al que se le vinieron encima toneladas de concreto en el Edificio Nuevo León. El que defendió su suelo en el Castillo de Chapultepec, Molino del Rey o el Convento de Churubusco.
El atropellado por un trolebús. El infectado por el coronavirus. El que se lanzó con una bandera envuelta. El que salió a darse una vuelta al Zócalo o a Bucareli en la Decena Trágica. El que se vino debajo de un edificio por limpiar ventanas.
El que no estaba vacunado y lo mordió un perro. El que no quería ser súbdito de imperios ni dictaduras. El intoxicado por ingerir alcohol natural. El de la gripe española y el de la influenza AH1N1. El que determinó lanzarse a las vías del Metro. El que pensaba diferente y apareció con una soga al cuello.
El que estaba en el lugar equivocado y a la hora equivocada el 19 de septiembre de 2017. El que quiso revisar los fusibles de la corriente eléctrica. El ferrocarrilero que fue a una marcha y ya no regresó. El que se comió un taco de carnitas putrefactas.
Las que denunciaron a tiempo a sus agresores y amanecieron destazadas. La que fue a la tienda de la esquina y ya no regresó a casa. El que inhaló cemento hasta perder el sentido. El guerrillero urbano. El que se opuso al sistema. La que fue “enganchada” en alguna red social. El que no pudo más con su soledad.
El que no se puso condón y se jodió él y jodió a otros. El que confundió la botella de gasolina con la de agua potable. El que pisó el acelerador con el semáforo en amarillo. El que quiso ser ave en un puente peatonal. El que se durmió con el cigarro encendido.
El que olvidó cerrar la llave de gas. El que pelaba un cable de alta tensión. El que tenía un tumor del tamaño de una sandía. El que quería evitar un asalto. El que cayó al río en la región de los lagos y las corrientes de agua. Al que lo mordió un “cara de niño”. El que se asfixió con una canica o con un hueso de pollo.
Y acá arriba las “equis”, los “taches”, las “cruces”. Acá arriba el duelo, el miedo, el luto a escondidas, el ruido de miles de sirenas. Luego el silencio. El silencio pesado y remoto de nuestras miles de tragedias, de nuestros miles levantarnos de nuevo…
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