Por Rivelino Rueda
–Cuando un hombre muere
a bordo de una nave, ¿qué se hace?
–Se le mete en una hamaca
con una bala de cañón y se le envía
a hacer compañía a los peces.
–Pues con nosotros harán otro tanto
–dijo Sandokan.
–¿Quiere usted que nos suicidemos?
–Sí, pero de modo que podamos
luego volver a la vida.
–Si usted lo dice debo creerlo.
Emilio Salgari/Sandokan
A Pavel, Zoe y Camilo ya no les interesa ser arquitecto, ingeniera y cineasta, respectivamente. Las niñas y los niños que hoy finalizan el curso escolar más inverosímil del que se tenga memoria quieren ser “aplanadoras y aplanadores de curvas”.
Todos tienen una marca trágica. Todos extrañan. Todos se ven. Todos se escuchan. Nadie se abraza. Nadie se toca. Nadie se ve a los ojos para decir lo que siente.
No hay barullos. No hay gritos. No hay estallidos de felicidad. No hay música ni bailes. Hoy nuestros niños celebran ensimismados frente a una pantalla, sin el necesario contacto de una amiga o un amigo. Sin el inolvidable sonido de la última campanada, de la última chicharra, del último «hasta pronto, nos vemos en sexto”.
Las niñas y los niños que han crecido en medio de múltiples tragedias. Las y los que se han sobrepuesto a hechos comparados con las más miserables guerras. Las niñas y los niños de la desaparición forzada. Las niñas y los niños de los abominables crímenes de autoridades y grupos de la delincuencia organizada. Las niñas y los niños que siguen preguntando por el paradero de los 43 de Ayotzinapa.
Las niñas y los niños que saben que en este país puede ocurrir algo tan abominable como lo de la Guardería ABC. Las niñas y los niños que sienten clavada en las sienes la pobreza de todos los días. Las niñas y los niños que no saben el porqué de la monstruosidad de los feminicidios y que piden ir a las marchas feministas.
Las niñas y los niños que absorbieron las miles de muestras de solidaridad en los terremotos de septiembre de 2017. Las y los que exigieron ir a ayudar donde se necesitara. Las y los que ya saben perfectamente que la ciudad donde viven puede sacudirnos con violencia cualquier día a cualquier hora.
Niñas y niños que buscan respuestas a un fenómeno extraordinario como la peste del “sarscovdos”. Niñas y niños que preguntan sobre los lánguidos nombres y apellidos de los mares de la muerte: 20,394 decesos según las autoridades de salud. 68,613 según los cálculos de papá.
Las y los que se fueron a un confinamiento cuando las jacarandas comenzaron a vestirse de malva. Las y los que hoy esperan, en el triste solsticio de verano, en el intransigente e inmundo fin de curso escolar. Las y los que observan desde las ventanas el transcurrir de un tiempo engañoso, quimérico, de estropicio lunar.
Dudas. Muchas dudas. Muchas preguntas. Mucha espera en el encierro. Movimientos en cuarenta o cincuenta metros cuadrados. Juegos de oropel en horas repetitivas. Ideas poderosas para poder ayudar. Desistimientos de otros oficios viejos. Adioses a maestras y maestros de cinco meses. Recapitulaciones para dedicar su vida a “aplanar curvas”.
Tareas por convicción, sin que nadie las pida. “Nuevas normalidades” en donde ellas y ellos marcan las pautas, en donde exigen portar cubrebocas, lavarse las manos hasta que queden con surcos desérticos, utilizar gel antibacterial hasta que su aroma penetrante provoque vértigos, hasta prometer no infectarse con el bicho en una salida rápida.
Niñas y niños con rostros llenos de dudas frente a pantallas estáticas, insensibles, vacías de abrazos y besos. Niñas y niños que terminan un curso escolar fugaz y translúcido, remando a solas con la zozobra como fardo.
Niñas y niños que absorben experiencias para fortalecerse, para no repetir errores, para que si se repite una catástrofe de esta dimensión el mundo cuente con más “aplanadoras y aplanadores de curvas”.
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