Yo miento, tú no mientas

Por Astrid Perellón

¿Hay acaso alguien que no haya tenido que mentir, exagerar o, cuando menos, omitir información en cierto momento de su vida adulta? Difícilmente. Esta propuesta se dirige a quien sí lo ha tenido qué hacer; quién no lo haya hecho merece escribir su propio artículo al respecto de sus estrategias de socialización.

Si alterar la información a nuestra conveniencia forma parte de nuestra vida ¿por qué insistimos en decir a los niños que mentir es malo? Sobre todo me refiero a quienes navegan con bandera de congruentes y sus propios hijos los atrapan en faltar al trabajo por supuesta enfermedad, o acortar la llamada con un cobrador o vendedor telefónico diciendo equis cosa, o asegurando a la tediosa abuelita que su compañía nos es grata. Obviamente los niños notan esta incongruencia, por qué entonces insistir en que es algo malo, forzándolos a concluir que sus padres no son buenos o, simplemente, que no sabemos lo que decimos ni hacemos con claridad (esa última probablemente sea la gran verdad que omitimos al educarlos).

Propongo sin afán de establecer una metodología irrefutable, que se les explique gradualmente y conforme las circunstancias y su curiosidad lo dicten, que uno es responsable de lo que dice y tiene todo el derecho de decirlo de la manera que le parezca mejor. Por supuesto, siempre demostrando que todo tiene consecuencias (<<si no me dices que lastimaste a tu hermano, no puedo ayudarlo a tiempo>>).

Eso quitaría el estigma que carga el adulto que trata de ocultar que fuma, que quiere dar el mejor ejemplo, que quiere ser súperhumano frente a los hijos. Mentir no es malo. Uno tiene derecho a cortar la llamada diciendo lo que nos parece que hará que el vendedor no insista. Uno tiene derecho a convivir de forma más agradable con la abuela soporífera. Toda decisión tendrá consecuencias, que no es lo mismo que castigos. Propongo decir a los niños: Mentir no acarrea un castigo sino una consecuencia. Nadie puede anticipar todas las consecuencias, por eso uno prefiere o decide no mentir, sin embargo, cada uno tiene el poder de decir lo que mejor considere y también tiene todo el derecho a no sentirse mal por ello.

Es una propuesta algo descabellada si se escucha por primera vez. La dejaré asentar amablemente en el lector, aderezada con una fábula del aquí y el ahora donde no había liebres, ni tortugas, ni moralejas, ni metáforas, ni retórica, ni ningún recurso que alterara la verdad. Simplemente no había fábula, porque poner la palabra <<tortuga>> no es una tortuga en realidad, es un símbolo de tortuga y un símbolo no es la cosa, por tanto, no quisiera arriesgarme a escribir algo tan alejado de la verdad.

 

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