Las incógnitas de una clase social alta que amplía y genera temas de reflexión
Por Miriam Mabel Martínez
“Los ricos son muy aburridos”, aseguro F. con esa seriedad displicente que siempre le he admirado. F es rica y sabe de lo que habla. Erguida sobre la silla me señala en su computadora unas fotos de su amiga S, una empresaria extranjera de hobby, porque su verdadera profesión es ser jetsetera, y vaya que lo hace bien.
No sólo es guapa, tiene estilo, viste “funky” y baila eso que los de mi especie sólo bailamos en bodas de nuestros parientes más que conservadores, ubicables dentro del mainstream clasemediero mexicano, que no es más que el mismo que se toca en los peseros y en las bodas de las niñas bien (recordemos que las niñas bien son educadas por sus nanas y su gusto musical es moldeado por los choferes), la música pop de los 40 principales tienen muy claro a su target.
El resto tenemos la licencia poética de escucharla en alguna fiesta “alternativa”, es cool la convivencia entre la intelectualidad obrera y la burguesía hipsters, pareciera que tenemos los mismos gustos, que tenemos las mismas preferencias musicales, que nos gusta un cierto tipo de música, que vemos películas “cultas”, no tenemos horarios, somos gourmet y bonvivants, pero no, sí hay diferencias a Dios gracias y es muy simple: unos trabajamos (sin horarios o con horarios) o tenemos becas (que aunque muchos crean que no es trabajo, sí es un trabajo y una responsabilidad); otros administran o su herencia o su mesada o sus inversiones.
Y esta ligera diferencia es la que marca la forma de relacionarnos con el otro. S es de las que administra, F. supongo que heredará, pero trabaja, y trabaja también por necesidad, igual que yo, aunque sus deseos y necesidades son infinitamente más caras que las mías, por una razón muy simple: el código postal y el código de comportamiento, ese que cada vez más permea a la clase media: pagar mucho es de buen gusto.
F es rica y tiene esta soberbia que da el dinero, una seguridad que califico de gatuna: pareciera que siempre caen parados. Trabaja “hard for the Money”, como dijera Donna Summer, y está conciente de sus contactos y de que si pierde el trabajo, conseguirá otro. Sabe que tiene dinero para comprar, y en un presente enfocado en el tener, ella está del lado de los ganadores.
F es rica pero no aburrida y eso en su “grupo” la hace una outsider, sí es “gente como uno” pero “alternativa”, la oveja negra, la “distinta”, la bohemia, esa que toda familia posmoderna latinoamericana tradicional y de buena cuna necesita. Así como antes las buenas familias debían tener un médico, un abogado y un sacerdote; hoy toda familia decente necesita empresarios, buenas hijas para afianzar lazos y un artista (que para el uso de las clases altas incluye a los hipsters, a los artistas, a los huevones, a los cocineros, yoghis, arquitectos de paisaje y demás artesanos del tiempo libre), y en la familia de F, ella ocupa ese lugar.
F para mí ha sido una guía, me ha revelado las incógnitas de una clase social alta y me ha ampliado mis temas de reflexión. Ella conoce a esas “ricas y famosas”, también a las niñas bien que toman Bacardí blanco, visten marcas de lujo y no se sientan en sillas de corona; sobre todo me ha puesto en mi lugar, y mi lugar es el cortesana.
Soy una asceta, una anacoreta parecida a Pierre de La Guerra y la paz, que no encuentra su lugar en su medio, en su clase media de gustos estándar (que también gusta de tener en su familia a una “artista” o ese personaje que siempre, como las cabras, tira pa’l monte), que por buena o mala suerte se cuestiona y sabe –primero inconscientemente, luego por decisión– que necesita obstáculos qué vencer para seguir viviendo.
Soy de esas que, como dijera Monterroso, entendió que el pequeño mundo que uno tiene al nacer es el mismo en cualquier parte en la que se nazca y que sólo se amplía “si uno logra irse a tiempo de donde tiene que irse ya sea físicamente o con la imaginación”.
Desde adolescente tuve una cierta “afinidad” con los ricos. En el colegio, en la universidad, en el trabajo, siempre he “hecho click” con esa amiga, colega o compañera perteneciente a una clase más alta; primero pensé inocentemente que se debía a que compartíamos gustos, a la química de la amistad, hasta que la capacidad del poder adquisitivo me ha puesto en mi lugar, y ha sobrevenido el desencuentro, que hasta ahora, con esta sabia frase de F, “los ricos son aburridos”, me ha indicado mi papel: soy un buen entretenimiento, una mascota divertida, ingeniosa, con estilo, “diferente”, tal como el novio hippie escandinavo de S, que la saca de su cotidianidad glamorosa, le presenta esos “otros” lugares que no visita por prejuicio y porque la pertenencia a su “grupo” así lo exige (cada tribu tiene sus reglas, obligaciones y responsabilidades).
S necesita divertirse –como en los ochenta Cindy Lauper lo indicó en su bestseller Girsl just wanna have fun– pero para cada ámbito necesita una mascota ad hoc. Su hippie vikingo es presumible por su virilidad, galanura y locuacidad, es envidiable entre sus amigas de la middle age, es el trofeo amoroso, el toque cool en la cama, pero no en el Facebook, mucho menos en las revistas de sociedad, para presumir en estos medios y redes sociales están los artistas.
F me enseña el álbum de S en las fiestas en Art Bassel, S, empresaria y socialité internacional, se ve guapísima, al igual que sus compas jetseteros, no se puede decir lo mismo de los artistas que la acompañan. “Los artistas van de lámpara, son el adorno que embellece y divierte, porque los ricos son muy aburridos”, insiste F y se ríe.
Pero no hay víctimas ni victimarios: los artistas se deben a sus sponsors, y hay que vender y hacer public relations, sobre todo, hay un estilo de vida y un estatus que mantener, peor aún: hay toda nómina que pagar: secretaria, asistentes, vendedores, obreros del arte que compensan la vida ajetreada de un artista de fama internacional, además de talleres, materiales, bodega.
Los artistas son ya productores ejecutivos-creativos cuyo responsabilidad divina es conceptualizar, hacer es para los obreros, el artista se encargará de dar ese toque único, de guiar, de coordinar. Y es que esta es la única manera de satisfacer la demanda del mercado. Ah, porque cuando un artista pega tiene que producir para cumplir los caprichos y gustos de sus compradores, que tienen muchos muros y espacios por llenar.
Y así ha sido siempre, quizá la diferencia romántica es que nos gusta suponer que antes en las cortes imperiales europeas se escogían a los artistas y se les apoyaba pero se les concedía la absoluta libertad de hacer lo que ellos quisieran, simplemente porque el lujo consistía en patrocinar a ese genio (al menos así se ve en las series de tele), quien pagaría la generosidad de la aristocracia entreteniéndolos con su arte, pero sobre todo con su charla, su compañía y su presencia.
Un mueble fino más. El genio, a su vez, podía abandonarse en su arte, disfrutar del tiempo libre y la contemplación tan necesaria para la creación (yo soy una convencida de la necesidad de la ociosidad contemplativa), y disfrutar de las bonanzas del buen comer, beber y gozar. Desde mi ingenuidad romántica quisiera pensar que la diferencia está en que el patrocinador tenía un alto nivel cultural y que como ejercicio del pensamiento requería de un contrincante intelectual de altura, ese otro que remarcara su lugar y sobre todo su identidad.
Me gustaría pensar que además eran creyentes de la importancia del arte en el desarrollo del mundo de las ideas. Supongo que lo sabían y que por eso Enrique VIII confiaba en Tomás Moro (hasta que cayó de su gracia y le cortó la cabeza). Su objetivo quizá era sólo conservar y expandir los imperios, tal como lo es aún, pero con la diferencia de que aquella aristocracia que sostenía al conocimiento más que como un lujo, como un privilegio y una diferencia entre ellos y el pueblo.
El conocimiento como el verdadero lujo que había que presumirlo y confrontarlo con un alguien de altura, un par pero no un igual. Si ellos tenían el poder, el contrincante idóneo debía ser alguien que gozara de un don: la creatividad.
Necesitaban alguien de altura, pero de una especie diferente, alguien a quien admirar y respetar, pero que careciera de poder de sangre y de continuidad, o mejor dicho capaces de generar una continuidad distinta: la trascendencia de su obra, no de linaje.
La certeza de que el linaje se hereda pero la creatividad no, aseguraba la inmovilidad de su lugar. Ahora en forma no es muy diferente, pero sí en fondo. La industria de la cultura y del arte genera mucho dinero, porque da glamur.
Conoce los iBooks de la autora:
Apuntes para enfrentar el destino:
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Crónicas miopes de la Ciudad de México
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