Tomochic, una masacre anunciada

Por Mónica Loya Ramírez

Tomochic pasó a la historia y a la literatura por la violencia con la que fue arrasado. La verdad y lo verosímil se hermanan con el mismo objetivo del entender el porqué de una lucha tan cruenta y desproporcionada entre casi 1,500 federales y un moderno cañón contra sólo 113 combatientes. Era esa la forma de resolver la oposición entre los racionalistas, herederos del iluminismo francés y los iluminados cristianos con aspiraciones mesiánicas: era la República contra las formas comunitarias de asociación; era el imposible encuentro entre dos identidades diferenciadas; o simple y llanamente se trataba de la disyuntiva: modernidad o tradición.

El historiador Carlos Martínez Assad elige un incidente emblemático dentro de la historia de la Revolución Mexicana, la matanza de Tomochic, el ejemplo más claro del ataque y la falta de aceptación de lo distinto; una masacre total contra un pueblo; una minoría avasallada por una mayoría; el enfrentamiento de dos visiones del mundo; el primer foco de resistencia contra el dictador Porfirio Díaz, a penas en su segundo periodo de gobierno. Es una historia dentro de la historia, que indudablemente merece ser recordada.

Para Assad Tomochic es una palabra, en la actualidad, con un claro contenido epopéyico, mítico e incluso de evocaciones revolucionarias. Volver los ojos a los acontecimientos que le dieron existencia es intentar desentrañar uno de los tantos componentes de nuestra historia nacional, mediada por las ideas de quienes presenciaron, escribieron o pensaron buscando interpretaciones verídicas, independientemente de la verdad.

México acababa de pasar por las guerras intestinas que encontraron su sentido en la Reforma: las luchas y pugnas que enfrentaron a liberales y conservadores se resolvieron en la sucesión de nombres como el de Benito Juárez y de Porfirio Díaz –explica el autor-. Preservar la República significó mantener unido al país y centralizar el poder político como los móviles de una visión ideológica del mundo moderno, del mundo del progreso.

Podría decirse que a la utopía del liberalismo era alcanzada por el gobierno de Díaz; por primera vez en mucho tiempo el país mostraba la faceta pacífica que al fin alcanzaba el orden después de las turbulencias por las que había atravesado desde su vida independiente. Hacia 1892, cuando van a tener lugar los hechos de Tomochic,  Díaz se ha logrado consolidar como el gobernante indispensable, haciendo respetar la Constitución de 1857 y dando nuevos bríos al sistema político, reforzando el presidencialismo, integrando regiones apartadas a través del avance del ferrocarril y buscando la lealtad de los gobernadores, de los jefes políticos e incluso de las autoridades locales.

Es posible –prosigue el autor- que las metas alcanzadas durante los dos primeros gobiernos de Díaz, con el intervalo de cuatro años en que estuvo Manuel González a la cabeza del gobierno (1880-1884), hicieran imposible pensar siquiera en una rebeldía, aun la de una comunidad escasamente habitada y perdida en los vericuetos de la Sierra Madre Occidental, en uno de los estados más apartados del centro político administrativo del país.

Para Assad no es exagerado afirmar que Tomochic no existiría sin Heriberto Frías, como éste no hubiera pasado a la historia de las letras mexicanas sin la novela Tomochic. Fue su labor como periodista la más importante en la medida que logró atraer la atención pública sobre un evento que, con muchas probabilidades, hubiera pasado desapercibido de no haber participado Frías como teniente del 9° batallón  en la campaña contra los tomochitecos.

Reivindicar el periodismo como la primera espada que se desenvainó contra la dictadura, es no sólo aceptar la importancia de Tomochic sino los testimonios de otros movimientos que han podido documentarse mejor, entre los cuales destacarán los que emprendieron los obreros y cuyo reconocimiento goza de mayor veracidad como Cananea y Río Blanco.

Mucho se ha escrito sobre Tomochic, aunque son pocas las variaciones explicativas de los sucesos atribuidos, tanto a las condiciones estructurales como a motivaciones ideológicas… Revuelta provocada clandestinamente por los Terrazas en su momento de mayor enfrentamiento con Díaz; idea reforzada por el relato de superioridad de las armas rebeldes, que eran carabinas Winchester de palanca “el arma larga más ventajosa de ese tiempo, mientras que el ejército usaba fusiles Remington de un solo cartucho, lo que establecía una diferencia en cuanto a la repetición de los disparos, ventajosa para los rebeldes; pues mientras un soldado disparaba una vez, aquéllos podían hacerlo cuatro más”. En el otro extremo se encuentra la versión de una revuelta de fanáticos muy efectiva en términos novelísticos, pero aquí está lo curioso, aceptada y reforzada oficialmente, lo cual resultaba más cómodo al régimen porfirista para no exacerbar  su posible reconciliación con los poderes regionales establecidos.

FA-Tomochic

Como mediadora de esas dos posturas, cabría la versión que considera injusto “atribuir a Tomochic el fanatismo como uno de los principales motivos de la rebelión”, que ocultaba la amenaza del “servicio forzado del ejército” para los jóvenes del poblado. La cual se reforzaba con el rechazo a la política hacendaría de José Yves Limantour, quien llegó a la Secretaría de Hacienda convencido de la necesaria modernización de la economía y de la circulación del capital que llevó al gobierno a dictar medidas para que “las tierras y los bosques de la región del pueblo de Tomochic pasasen a poder de las empresas mineras, y al de una compañía agrícola de Chihuahua, las otras”.

Hay además –apunta el autor-, quien considera extrañas las circunstancias que motivaron la matanza de Tomóchic por “la desproporción entre el motivo (o mejor, la falta de motivos) y la acción represiva llevada a extremos increíbles”. Todos estos juicios, en ocasiones tan alejados, tendrán en común su referencia y la imposibilidad de hacer de lado la obra de Heriberto Frías; si bien a veces con cierta condescendencia por algunos historiadores que miran solamente al novelista y no al actor, y ante todo al observador de los acontecimientos.

Frías registra de manera atinada –opina Assad- una de las cuestiones esenciales del momento. La débil relación política entre la comunidad apartada y el gobierno del centro, cuya presencia era velada por los propios intereses regionales, que se mantuvieron en una constante querella desde la restauración de la República. El continuo asedio de los apaches en la región y el sinnúmero de revueltas habidas en Chihuahua, hacían más difícil la tarea de gobernar y de mantener integrado el territorio. Situación que se complicaba con la presencia de autoridades que respondían  a diferentes lealtades; cuando el influyente minero Lauro Carrillo gobernó el estado (1888-1892) y tuvo que hacer frente a la rebelión de Tomochic, lo hizo como aliado del presidente y de otros intereses regionales opuestos a los Terrazas. Mientras Joaquín Chávez, jefe de los rurales en la parte oeste del estado, se encontraba entre los aliados de esa poderosa familia.

Tomochic, un pueblo con un perfil tradicional, poco esperaba de la modernización política, de la que nada podía obtener aparte de las exigencias impositivas, de la pérdida de su espacio vital otorgado a las compañías en explotación para el negocio de la economía primario-exportadora y de la aceptación de autoridades foráneas, ajenas a la identidad que daba cohesión a su comunidad.

Respecto a la Iglesia, era comprensible que la comunidad tuviera la misma reacción; se trataba de un poder impuesto desde afuera, difícilmente diferenciable. En una expresión tradicional y hasta conservadora, los poderes no podían concebirse en forma separada. La idea modernizadora de una separación franca y decidida entre el poder temporal y el espiritual no tenía bases para ser aceptada. La región fue conservadora y su apoyo al Imperio de Maximiliano decidido. En esas condiciones, con mucha dificultad se implantaría el ideario de la República.

La prédica de Cruz Chávez, el caudillo de la rebelión, era consecuente con esa percepción, aunque a los ojos externos apareciera como una “especie de catolicismo cismático que desconocía el Clero, mezclado con extravagantes ideas de santidad”. Sea cual fuere el origen de la postura de los tomochitecos respecto a la religión, se encuentra asociada a un nombre: Teresa Urrea, la llamada Santa de Cabora. Personaje mítico, aparentemente con enorme influencia entre las comarcas de Chihuahua y de Sonora.

Todo movimiento requiere la presencia de intelectuales, quienes puedan procesar las ideas y dotarlas del contenido necesario para impulsarlo. Los campesinos, por su lejanía con el mundo moderno, son los más dispuestos a darle ese papel a intelectuales tradicionales que hacen funciones de mediación  y pueden representar a la comunidad ante la esfera de la autoridad. El clero fue quien detento en México esa posición durante mucho tiempo, incluso en tiempos recientes. Pero ante la ineficacia que la iglesia católica tuvo en ciertas áreas del país, el vacío de su prédica dejó la posibilidad del surgimiento de otras ideologías, incluidas las religiosas.

Después de muchos descalabros que los tomochitecos causaron a varias avanzadas del ejército en diferentes encuentros por la sierra desde 1891, el 17 de octubre de 1892 se inició el ataque final dirigido por el general José María Rangel, que pudo concluir el día 20, después de tres jornadas de combates ininterrumpidos, donde los mismos militares tuvieron que reconocer el coraje, la valentía y el fervor del pequeño poblado de Tomochic.

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