Tepoztlán, entre el ritual guadalupano y el desprecio a la peste

Por Rivelino Rueda 

Foto: Camila Rueda Loya 

TEPOZTLÁN.- Ya no cabe un ruido más en el costillar de los cerros macerados. El canto del gallo desquiciado por la hora imprecisa. El millonésimo cohetón. La «Mañanita» perpetua en el altar perpetuo. Las marejadas de ladridos y sus ecos de insomnio. El siseo de una pandemia que hoy no es, que nunca ha sido…  

«Desde el cielo una hermosa mañana/La Guadalupana/La Guadalupana/La Guadalupana bajó al Tepeyac». 

La noche se tiñe de pólvora azul y nubecillas plateadas. Las cometas de fuego estallan a la altura de los falos macizos de piedra lunar. La pirámide arrinconada en el bullicio religioso. Allí merito, en el centro de la olla de barro y adobe jorobado.  

Otra carga de cohetones y otros coletazos lastimeros de miles de perros enfermos de cólera y rabia. El altar del barrio intoxicado de pestes y de algarabía. El atrio de la iglesia, nauseabunda en los excesos contenidos en un año que deambula como sonámbulo. 

El atronador replique de miles campanas que escupen las torres de iglesias fracturadas por soles, lluvias y terremotos. Otro cohetón poderoso. La carcajada biliosa del feligrés zarandeado por una ingesta perpetua de aguardiente de maíz puro. «¡Thelma! ¡Thelma con una chingada! ¡Thelma no me dejes! ¡Thelma!» 

Y allá detrás de los montes lajados de tiempo, labrados en polvos de estrellas, los relámpagos de otros millones de cohetones que nacen en Tlayacapan. Y acá la hoguera de los cánticos repetidos una y otra vez. La voz de un cura incisivo, amenazante, luciferino…  

«Suplicante juntaba sus manos/Suplicante juntaba sus manos/Y eran mexicanos/Y eran mexicanos/Y eran mexicanos su porte y su faz… 

La aglomeración como dogma. El apretujarse para sentirse más devoto. Las partículas de baba que brotan, en espumas fétidas, en cada rezo, en cada plegaria, en cada trago de aguardiente, en cada explosión de la bóveda celeste.  

El corrido zapatista que se cuela en la fiesta y se diluye en lamentos de viejas injusticias, de viejas fiebres emancipadoras, de nuevos guerreros y viejas pestes. «¡Thelma!» «¡Thelma no me dejes!» 

Las ondas expansivas que chicotean los nervios de chuchos devastados. Los gallos que no atinan a encontrar un crepúsculo en la larga noche guadalupana y los insectos renovando sus zumbidos ante el ritual de estruendos infinitos.  

Otra carga de cohetones. Otra oleada de lamentos en perros histéricos, expulsando espuma de hocicos extenuados de ira…  

«Junto al monte pasaba Juan Diego/Junto al monte pasaba Juan Diego/Y acercose luego, y acercose luego/Y acercose luego al oír cantar». 

El alacrán atolondrado y su aguijón erecto. Un pie descalzo que pisa tamarindos que se revientan solitarios en caminos de piedra. Tamarindos chiclosos color obsidiana, embadurnados en cañadas petrificadas por ríos remotos. El cosquilleo de violines, contrabajos y guitarras melancólicas que, a su modo, rezan sus rezos.  

Luego un silencio espeluznante. Luego el lecho de la olla montañosa se cimbra de nuevo con las descargas de pólvora granulada en miel negra. El perro afónico y la luciérnaga atolondrada. Una libélula insomne. Otro cohetón poderoso. 

La peste en la cima. La pirámide en la cima. La cruz blanca en la cima. La disputa macabra por los muertos, por los enfermos, por el aire escaso, por el pulmón perforado de bichos coronados. La férrea lucha por un milagro de la «Virgen morena». Las súplicas sin cubre bocas ni sanas distancias. Apretujados en la fe, porque «de las muchedumbres será el reino de los cielos». 

Thelma no aparece. Thelma no existe. Thelma es el espejismo de un hombre que se desgañita frente a espejos que no reflejan nada. «¡Thelma!» «¡Thelma!» «¡Thelma, ven por favor!»  

Otro estrenduoso cohetón en los hilachos de la noche. Otra escalofriante repetición en el costillar de los cerros…» 

Desde entonces para el mexicano/Desde entonces para el mexicano/Ser guadalupano/ Ser guadalupano/Ser guadalupano es algo esencial». 

De los ventanales desciende el rocío anaranjado, luego violeta, luego rojizo. Las palabras son tenues, el canto del gallo es débil, las paredes de las montañas lajadas parpadean en tonalidades color rosa.  

Los altares tepoztecos a la Guadalupana se salpican de vómitos frescos, de orines penetrantes, de faldas de serpientes, de collares de corazones humanos.  

Coatlicue reclama el sacrificio. La madre y diosa paladea la pandemia, paladea el humo blanquecino de pulmones perforados, paladea el sofocamiento de los que se apretujaron sumisos ante la imagen que la suplantó… 

Otro poderoso cohetón…  

Los perros corren detrás de los cometas de pólvora. Los gallos dejan de cantar. La montaña escruta la nueva ola epidémica. El eructo alcohólico de la seis. El rezo como escudo, como placebo, como pócima curativa. 

¡Suscríbete a nuestro Newsletter!

Related posts