Sin teléfonos con mi hija

Texto y foto Natalia Padilla

Ayer mi hija y yo fuimos a tomar un café SIN TELEFONOS al lugar que ella eligió (y que yo no eligiría ni por error): un strabucks, nos sentamos cara a cara en una extraña y revolucionaria intimidad con las cuatro manos ya ansiosas por la abstinencia.

Le dije que la extrañaba y que tenía ganas de que planeáramos hacer algo juntas a la semana, hacer con las manos algo juntas, JUNTAS!! Con las manos!! 

– Como pintar,  dije yo.(Rolling eyes de ella)

– O hacer joyería, dijo ella

– Sí y ropa

– y pasteles

Y quedamos que los lunes, íbamos a salir de nuestras respectivas cuevas para ponernos manos a la obra, convivir e intentar bien.estar. 

Por unos momentos en vez de vislumbrar el hogar familiar como esa distópica utopía funcional, como ese pesado imperativo categórico que atenta a diario contra mis nervios y mi libertad, como esa condena patriarcal, esta vez le intento dar la vuelta y me pongo creativa hacia el hogar, en vez de contra el hogar como suelo hacer cortando y recortando figuras para soportar el tedio y para evitar lavar los trastes y la ropa.

Cambio por esta vez el orden de la triste escena de mi hija fantasma encerrada en su jaula de cristal, inaccesible en su celda de pantallas, toco a su puerta de acero (knock, knock, knocking) y le digo:

– Vamos por un café(Lejos de tiktok y lua dippa o dua lipa y los laberintos de Roblox)

La convoco porque la extraño, porque soy testigo diario de su arrojo a ese limbo virtual al que a veces me resulta tan cómodo dejarla caer para que no discutamos, calladitas nos vemos mas bonitas, para que no nos alteremos respectivamente, entre sus precoces gestos de sangronería adolescente y mis precoces gestos de neurasténcia empedernida.

¿Cómo insistir en tenderles lazos a nuestras niñas y adolescentes, como convocar, interpelar, resistir juntas a la enajenación hacia la Máquina, recordar nuestro cuerpo, nuestra hambre, nuestra risa en ese cara a cara en extinción en que podamos soltar por momentos los celulares para enfrentarnos a la presencialidad de los rostros sin filtros y a las palabras y a los silencios en vivo, aburrirnos juntas con las manos libres para retardar 20 minutos, un mes nuestra conversión a hologramas.

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