Por Astrid Perellón
Recuerdo libros y películas donde las damas clásicas, renacentistas o medievales, fueran jóvenes o ancianas, eran nombradas «señora». Era una palabra de gran respeto y engalanaba la presencia de cualquier mujer, chica o grande. Aunque se tratara de la hijita de cuatro años de un notable comerciante, de todas formas sería nombrada en algún momento «mi señora» como cortesía.
Hoy, una mujer de edad indescifrable que se embute en pantalones juveniles y se cubre las arrugas con polvos, si se escucha ser llamada «señora» cuando es soltera se ofende enormemente. ¡Unas casadas también se ofenden como si les hubieran llamado «vieja»! Hay vendedores que, aunque te vean con el hijo en brazos, se dirigen a ti como «señorita» o, como se escucha en el mercado sobre ruedas, te dirán «seño», «señito» para no equivocarse.
¿Cuándo perdió su poder la palabra «señora»? Se tratará quizá del culto a la juventud que se acentúa conforme más envejece la humanidad. Ahora que la sociedad es una milenaria «señora» sigue demandado ser llamada «señorita» aunque sea madre de la «tecnología» y tenga tantos nietos como «millennials».
Es como si una mujer, al ser confundida por «señora» cuando no lo es, inmediatamente asumiera que otros deberían poder atinar su edad, su juventud, su condición civil. ¿En realidad es tan importante? Más descabellado cuando son mujeres evidentemente de la tercera edad pero que nunca se casaron y que aclaran con desdén: «¡señorita, por favor!»
Para todas estas necedades tengo una fábula del aquí y del ahora donde una magnífica dama nació. Sobre su cuna, se le auguraron grandes logros y una personalidad arrolladora. Sería toda una señorona. Cuando finalmente cumplió dieciocho años, la jovencita fue a hacerse un cambio de sexo. Al salir de cirugía, respiró aliviado. Era demasiado peso el que le habían cargado desde que nació. Ahora finalmente podría Ser.