ENGAÑOS DORADOS

Karenina Díaz Menchaca

Voy caminando por uno de los pasillos de un centro comercial en la zona centro de la ciudad de México, con el objetivo principal de cambiar unas tallas de una linda ropa que me regalaron por el 10 de Mayo, ¡tan lindos en casa!, pero equivocándose unas 3 tallitas; a mí favor diré: ¡Cambié las prendas por menos números pares de los que me regalaron!

Y mientras íbamos mi hija y yo parloteando y platicando de cosas sin importancia, momentos, sin duda en las que su compañía me envuelve de amor y de ternura, ella feliz por caminar y caminar por estos sitios que siempre parecen lustradísimos, con olor a todas las combinaciones de perfumes de diseñador, luces blancas que iluminan cada recoveco artificialmente como para halagarte con jaquecas como regalo, tiendas de ropa que visten maniquíes cada vez menos humanos, aparadores en donde hasta un simple chocolate te da miedo de tocar, los centros comerciales, armatostes que sólo quienes bien me conocen saben que no soporto (pero que no me dejan opción cuando de ir al cine se trata), con la mentalidad de salir corriendo en cuanto pudiera…

¡Ah!, porque los niños, esos seres incansables, que creen que los padres ordeñamos dinero, ya saben, lo de siempre, que si el helado, que si la dona, que si la chunche para el cabello, que si esta cosita que no cuesta mucho; de entrada, ya lo sabe: ¡No!

Bueno, pues así iba mi pensamiento de que no compraría nada más, cuando de pronto somos interceptadas por una linda chica vestida de negro de pies a cabeza con su ensayada sonrisa de vendedora amable y condescendiente.

¡Yo creo que a veces a uno lo agarran de buenas!, porque cada vez que alguien se me acerca en un centro comercial o en un aeropuerto, huyó dándoles las gracias por sus ofrecimientos y me desaparezco, pero esta vez la chica con su acento argentino me convenció. Salió de una tienda que a simple vista sé que vendían ‘algo’ para mujeres. Todo lucía de color dorado con la sensación inmediata de que sea lo que fuera sería carísimo y yo, de entrada, sabría exactamente qué decir: ¡NO, GRACIAS!

Sin embargo, acepté el monólogo de información y muestras que conllevan a una “segura venta”, así es como la chica argentina de cabello largo nos presentó a su compañera, otra argentina, ésta con voz más decidida y con una piel envidiable, rosita y toda la cosa, y muy con su tono argentino acentuándolo cada vez que ceñía la ceja para dejar claro su producto tan maravilloso ¡y además vendedora!, ¡qué miedo!

Eran cremas para el rostro, ¡ups!, mi debilidad, porque es justo el rostro en donde he tenido que ocuparme los últimos meses, sin duda, lo descuidé y el sol ha hecho estragos, así que escuché atenta cada palabra sobre el producto dorado.

Una mente dispersa como la mía, creo que camina tan rápido como mis pasitos veloces de hormiguita atómica, sólo alcanzaba a distinguir algunas frases: “este producto está hecho con ¡oro de 24 kilates!, (este kilotaje lo repetía con mucha admiración) por eso su eficacia, se vende en toda Europa, no tiene parabenos (que alguien me explique qué es eso), no está testeado con animales (¡son tan ecologistas, esto es para veganos hípsters!, ¡piensan en todo!), no tiene hidroquinona, porque aquí en México todas las cremas para despigmentar tienen hidroquinona (ya van a empezar con sus descalificaciones, ¡por ser mexicanos!, ¡ches argentinos, se creen tan europeos, con sus pieles tan perfectas!).

Mi hija a un lado de mí, escuchándolo todo, tranquilita y paciente como su madre, ante todo, portándonos como las damas que somos ¡ja! Las cremas me las ponían de prueba en los antebrazos y según ellas ya estaban apareciendo cambios. Estaba claro que el speech de la argentina de cabello recogido incluía acentuar que esas cremas contenían ¡oro de 24 kilates! y que ese mineral tan codiciado era lo que todos teníamos que usar de ahora en adelante; pero eso no era todo, también contenía: ¡perlas de Japón! Estos cabrones se quieren untar el ecosistema vivo, pensé también, pero yo calladita me veo más bonita.

Y luego comenzaron las preguntas: “¿Cómo ve?, ¿Qué opina?”. – Que qué opino… ¡que no ma… con su oro de ¡24 de kilates y sus perlas de Japón! Claro, sólo en mi cabeza.

Y antes de que saliera huyendo de ahí, la argentina sacó el kit de cremas ya casi para envolvérmelas para regalo, acompañó su codiciada venta con una calculadora del tamaño de una Tablet (¿o era una Tablet?), realizó unas cuentas mafufas de cada producto (mientras en mi cabeza no dejaba de reír por dentro de ver la cara que pondría ahorita en un momento en que las mandara a la fregada) diciéndolas en voz alta. La suma de todo el tratamiento dorado, señoras y señores: ¡$30 mil pesos!

Mi actitud fue completamente serena. Y quizás de esa misma Tablet, nos mostró unas imágenes de personas con manchas y pecas en el rostro de antes y después del producto, más pinche truqueadas que no pudieron ni engañar a mi casi adolescente hija, quien ya a solas   riendo me decía que todo era una mentira, que estaban “photoshopeadas”.

“Señorita es usted muy amable, pero yo no puedo pagar esto”. -¿Pero, tiene tarjeta de crédito?, además le haremos un descuento dejándolo en: $27 mil o quien sabe cuánto. – No uso tarjeta de crédito, señorita….

El mundo oscureció, ahora sí en ese instante.

Al salir, por fin, de ahí, mi hija me hizo hincapié de la cara de la vendedora cuando le afirmé con la misma convicción del ¡oro de 24 kilates!, que yo NO USO TARJETAS DE CRÉDITO. Mi filosofía siempre ha sido, si tengo, pago, si no, no. La única vez que tuve tarjeta de crédito, la cual sólo usé para pagar mi plan telefónico, resultó un fracaso y tardé ¡un año! en pagar sólo intereses. Esto no es para mí, así que me gusta andar por la vida, sin deudas. Soy casi como las abuelitas que sacaban el monedero del brasier. Aún con todo, la vendedora insistió como una guerrera por una segura comisión, de que al menos me llevara un suero con un costo de $2 mil no se qué… Yo sólo fui a intercambiar tallas de ropa.

Lo que me sorprende aún hoy en día es la ligereza con que te quieren vender oro y perlas para la cara; la ligereza con la que te tratan si no usas tarjetas de crédito y en general una superficialidad tan grave al no ponernos a pensar de dónde sale ese oro y esas perlas, y que más bien todo puede ser una verdadera farsa. ¡Qué pinche mundo!, por eso me caen mal los centros comerciales, algunas personas salen de ahí comprando la idea que ya son otras, pero ni por un instante se ponen a pensar que esa ilusión les costará pagar, al menos, de 2 a 5 años de su preciada vida. ¡No, gracias!

Related posts