Por Astrid Perellón
Propongo recalibrar nuestra experiencia como padres, pasando de ser quienes destacan orgullosos los logros de un hijo, a ser los que FACILITAN el desarrollo NATURAL del mismo.
Es un cambio de perspectiva que hace la diferencia entre permitirles llegar a ser adultos receptivos, flexibles, autónomos, con pasión por comerse el mundo o seguirlos entrenando para esperar la aprobación, el cuidado y vigilancia de quien está más calificado que ellos mismos para resolver su propia vida.
Seas padre o no, puedes cambiar las falsas creencias con las que creciste no con un nuevo paradigma educativo o una reforma. Es más simple. Basta observar a un niño de manera natural, ajeno a la intervención adulta: Desea algo, lo intenta, se frustra, continúa cuánto le plazca y lo logra, o cambia a otra actividad de más interés. No se estanca, ni hace rabietas para que lo ayuden, ni acude a terapia para entender su incapacidad o autosabotaje a menos que ya se le haya acostumbrado a que sus mayores saben y él aún no.
Para empezar, ni siquiera es necesario enseñar a gatear ni a caminar a un bebé; sólo debemos darle el espacio seguro, sin interferir y respetar sus infructuosos intentos que alimentan su deseo de perseverar.
Dejemos de educar (no solo a niños, sino al prójimo cuando tratamos de <<darles lecciones de lo que deben hacer>>) y hagamos más como la fábula del aquí y ahora donde el potrillo nació, se incorporó tambaleante, trastabilló, avanzó cada vez con mayor seguridad y terminó correteando con algunos percances, tras los cuales ganó precisión. En todo ese proceso, la yegua madre no dejó de pastar, confiada en la sabia naturaleza de su crío.