Por Astrid Perellón
Lunes 11 de diciembre, 2016.- La Madre se ocupaba de sus quehaceres pero el hijo no dejaba de serpentear por la casa.
-¿Estás jugando con polvo?, bramó desesperada. ¡Ay, hijo mío!
No era cualquier polvo que se quita con un trapazo. Era polvo de huesos molidos de eras previas y, en lugar de castigar a la culebra que tenía por hijo, le propuso una manualidad. Juntos crearon con dicho barro primordial a la humanidad tal como la conocemos en nuestra era.
Como toda cosa que uno inventa, no puede dejar de admirarla, quererla y estar al pendiente (sobre todo si se pone en un estante tan frágil como el mundo actual). Por ello, la Madre observó a la gente crecer, reproducirse, morir y todo eso le parecía bien. Lo que la dejaba perpleja era que insistían en pelearse. No importa qué tan lejos colocara a unos de otros, aún así se buscaban para guerrear fieramente.
-¡Ay, mis hijos! ¡Ay, mis hijos!, clamó la Madre Cihuacóatl, o como algunos la apodaron, La Llorona. Pero no canturrea por sufrimiento sino más bien resignada a presenciar pacientemente las travesuras de la humanidad; como cuando un hijo tarda en descubrir lo que es mejor para sí mismo.
-¿Cuánto pasará antes de que mis hermanos amen sus diferencias en lugar de enemistarse por ellas?, preguntó el hermano mayor, luciendo orgulloso su plumaje y sus escamas.
-No sé, hijo. Por qué no los visitas y si no los inspiras con tu ejemplo, espera un tiempo a que ganen experiencia y luego los vuelves a visitar a ver qué pasa.
Y algunos esperan la segunda visita del Cristo Quetzalcóatl para preguntarle quién es el hermano menor favorito. Otros tantos se contentan con honrar a la primera madre Tonatzin-Guadalupe con visitas a su casa, de vez en vez para pedirle. Sólo algunos caen en cuenta que nuestro hermano mayor y nuestra madre lo único que desean es que amemos a todos como los amamos y respetamos a ellos.