Mi idilio con Jacqueline Susann

Por Antonio Rosales

 

¿Qué lo lleva a uno a enamorarse de un texto, de un libro, de un autor? ¿Es el estilo de escritura? ¿La destreza para narrar, para seducir con la mera palabra? ¿Nos fascinaríamos igual con ese libro, si hubiera llegado en otra etapa de nuestra vida? ¿Hay libros que llegan demasiado temprano o demasiado tarde en nuestra vida? ¿Los amamos por lo que son, o por lo que vemos en ellos?

Todas estas preguntas, quizás un tanto inútiles, me las realicé esta semana, tras haber buceado entre mis libros. Acto que obliga a la introspección de quien era uno cuando compró o leyó un libro determinado. No me arrepiento de haber leído la mayoría de ellos. Otros, me avergüenzan tanto que ni siquiera vale la pena mencionarlos. Y otros fueron especiales, más allá de lo dudoso de su calidad. Como la obra de Jacqueline Susann.

Me siento un poco extraño al escribir sobre ella, ya que en México –y creo que en casi toda América Latina, de hecho– su nombre no dice nada a millones de personas. Esto no porque sea una autora para un público selecto y refinado.

Por el contrario, quizás al no ser respaldada por la mercadotecnia de su natal Estados Unidos y en tierras hispanoamericanas, donde el puritanismo católico dominaba los medios de comunicación masiva aún a mediados del siglo XX, pasó desapercibida entre su mala prosa y ese halo de «prohibido» de sus libros.

¿Habría sido tan exitosa en ventas en Estados Unidos, sin el intenso trabajo publicitario que la también actriz –peor intérprete que novelista, hay que agregar– y su esposo realizaron? No lo sabremos, aunque sus colegas masculinos Harold Robbins y Sidney Sheldon, ya le habían allanado el camino con textos similares.

Jacqueline Susann, con toda su estridencia y estética camp, llegó a mi vida a través de dos películas biográficas: Isn’t she great? (2000), con Bette Midler, Nathan Lane y Stockard Channing. Malísima «comedia» por cierto, apenas rescatable por la música, con una Bette Midler que hace su mejor esfuerzo con un guión bastante flojo. Porque la historia de Susann, si bien no es la de una genio, estuvo rebosante de lágrimas, sexo, intensidad emotiva y melodrama telenovelero, como lo plasma Scandalous Me: The Jacqueline Susann Story (1998), filme para televisión con un guion mejor trabajado y mucho más fiel a la Jacqueline Susann de carne y hueso, cuya biógrafa Barbara Seaman (Lovely me: The life of Jacqueline Susann) le hace mayor justicia que las memorias acarameladas (Life with Jackie) de su esposo, el agente teatral y publirrelacionista Irving Mansfield, quien tenía a su amada Jackie en lo más alto de un altar.

A años luz de distancia, ignoro por qué me atrajo tanto al inicio de mi vertiginosa adolescencia. Supongo que me gustaba que se saliera del canon. Entonces –¡Oh, pobre puberto inculto!– yo percibía a los escritores ceñidos a un mismo patrón: Refinados caballeros, genios de la creación demasiado distantes del resto de la sociedad, consagrados a la lectura y escritura de las obras más excelsas de la literatura universal, perdidos en su mundo creativo y en discusiones donde predominaba el lenguaje narrativo-poético-filosófico. Yo quería ser uno de ellos, pero no veía que nadie en la actualidad se comportara así y me sentía aún demasiado ignorante como para llegar a ser como ellos. Ya había leído lo suficiente como para no ser Jacqueline Susann, pero sentía que aún me faltaba.

En cambio, Jacqueline Susann no aspiraba a eso: Ella era y punto, tan espontánea y prosaica como le venía en gana. Tenía ciertas habilidades para la narrativa, pero en lo absoluto le interesó la escritura hasta que, cumplidos los cuarenta y cuatro años y con el diagnóstico de un avanzado cáncer de mama, decidió apostar a la novela como la mejor forma de alcanzar la fama que tanto la obsesionaba y acumular el suficiente dinero para que a su único hijo, Guy Mansfield, autista e internado en un hospital, no le faltaran recursos a su muerte.

Jacqueline Susann y yo, más allá de los abismos temporales que nos separaban y nuestras personalidades diferentes, compartíamos ciertos aspectos: Ambos quisimos ser actores mundialmente famosos. Ella fue actriz secundaria y fracasó, por mala y no lograr la fama deseada; yo nunca pasé de fallidos castings y abandoné el sueño en mi adolescencia. Ambos escribíamos desde niños, si bien ella siempre se consideró más actriz. Ambos teníamos una intensidad emocional infinita, si bien ella la anestesiaba con barbitúricos – como las protagonistas de sus novelas -, y yo apaciguaba mi corazón con una pluma y hojas de papel… ¿Cómo es que se unieron vidas tan distintas?

Jacqueline Susann nació en Filadelfia (EEUU), el 20 de agosto de 1918. Su padre Robert Susann era un pintor de retratos, mujeriego hedonista consumado, que mucho recuerda a la mayoría de los personajes masculinos de las obras de su hija, en especial a Mike Wayne de su novela Una vez no basta, que Jacqueline dedicó a su padre. Su madre Rose, quizás uno de los elementos de inspiración para la personalidad de Anne Welles de El valle de las muñecas, era una maestra de escuela responsable y correcta, que intentaba que su hija se interesara más en los estudios.

«Jackie debería ser escritora. Ella rompe todas las reglas, pero funciona», comentaba una de sus maestras de primaria al leer sus primeros textos, muchos de los cuales surgían de las mentiras que la niña inventaba para distraer a su madre y encubrir a su padre, cuando éste escapaba con alguna modelo.

Su madre alentaba el talento literario de su hija y su abuela materna, Yuccha (Ida) Kahalofsky Jans, le regaló su primer diario cuando cumplió siete años. Era un libro en blanco hecho de cuero, con cerradura, llave y sus iniciales estampadas en la cubierta en oro para que coincidiera con los bordes de las páginas.

“A veces puedes sentir pena por ti misma”, le dijo su abuela, “y cuando te sientas así, ponlo en tu diario y no digas una sola palabra”. Escribió sus diarios el resto de su vida y fueron esas libretas, incineradas por su esposo tras su muerte, los depositarios de sus mayores secretos: Sus romances con hombres y mujeres como los que tuvo con los comediantes Eddie Cantor, George Jessel, Joe E. Lewis y la diseñadora Coco Chanel; el autismo de su hijo y el cáncer, del que sus lectores no debían saber porque una autora de «libros sexys» no podía causar compasión por su enfermedad.

Jacqueline publicó su primer libro en 1963: Todas las noches, Josephine, una suerte de memorias con sus experiencias con su amado perro french-poodle; libro con las suficientes ventas como para que su editor Bernard Geis le diera un considerable adelanto económico de 3000 dólares por su siguiente libro.

Jacqueline se entregó a la tarea durante los ocho meses siguientes, basándose en sus experiencias y las de sus conocidos con el sexo, el alcohol, las drogas y el amor, en el mundo de la farándula, mezclado con los rumores de la vida privada de sus compañeros que se oían en radiopasillo y copiando el estilo narrativo de las interminables e inverosímiles telenovelas estadounidenses como Dallas (1978) y Dinastía (1981).

Lo que en un inicio había planeado como un libro de «periodismo de investigación» sobre el uso y abuso de los estupefacientes entre las celebridades llamado The Pink Dolls, se convirtió en una novela sensacionalista de 500 páginas, una roman a clef llamada Valley of the dolls.

Su editor consultó con otros editores de su entereza confianza: «¿Te has gastado 3.000 dólares en esto? Ni se te ocurra publicarlo. Es basura literaria”. Pero la esposa de Bernard Geis, Darlene, le animó extasiada: “Leer esta novela es como levantar el teléfono y escuchar a dos mujeres contar cómo son sus maridos en la cama. Es imposible dejar de leer. Bernard, ¡tienes que publicar este libro!”.

El valle de las muñecas (1966), una saga con las desventuras de tres jóvenes amigas en un valle de espejismos llamado Nueva York, rompió récords de ventas. Se mantuvo 28 semanas en el puesto número uno de la lista de los libros mejor vendidos del diario New York Times. Susann y su esposo, Irving Mansfield, iniciaron una intensa campaña publicitaria en todos los medios de comunicación. El libro, así como su autora, fue masacrado por la crítica. Gore Vidal decía «Ella no escribe, ella tipea». Truman Capote decía que ella era vulgar como «un camionero vestido de mujer».

Pero las ventas no dejaron de subir, y Jacqueline Susann ocupó el reinado de los bestsellers de consumo, cuya predecesora fue la autora de Peyton Place, Grace Metalious.

Literatura hecha para la venta más que por necesidad artística. Historias que escandalizaban a la pequeño burguesía norteamericana de la época, por solazarse en temas como la libertad sexual, el aborto, la infidelidad, la homosexualidad, la bisexualidad, el abuso sexual, el amor libre, el machismo, la depresión, las adicciones y el suicidio.

Fantasías narradas en un lenguaje directo, burdo, despojado del miedo a hablar del sexo y con groserías, cuando así lo requiriera la trama. Personajes atados a las leyes puritanas y doble moralinas de su entorno y del melodrama, pero dispuestos a quemar las naves con tal de buscarse un destino diferente. Muy mala literatura por abusar de estereotipos y lugares comunes de la televisión, por su simpleza psicológica y argumental, pero efectiva al capturar la atención, para bien o para mal. Buen puente para acercar a la lectura a aquellos enamorados de la pantalla chica.

Los éxitos continuaron con The love machine y Una vez no basta. El cáncer consumió a Susann antes de que pudiera concluir su noveleta póstuma, Dolores, una historia en clave basada en la vida de la viuda de John F. Kennedy y después esposa del legendario magnate Aristóteles Onassis, Jacqueline Onassis. Igualmente Jacqueline Susann experimentó con una novela romántica de ciencia ficción, muy alejada del resto de su obra, llamada Yargo.

Recuerdo con una mezcla de nostalgia y vergüenza –propia del gusto culposo– la avidez con que mis ojos devoraron los libros de Susann. Seguramente ni la propia escritora imaginaba que un adolescente mexicano del siglo XXI, tímido y aspirante a periodista y escritor, se enamoraría de ella y buscaría sus novelas en todas las librerías de viejo de la Ciudad de México. Templos de papel donde caen todos esos autores que ya nadie recuerda. Y entre ellos Jacqueline Susann, la misma que se jactaba diciendo que los años 60 serían recordados por Andy Warhol, los Beatles y Jacqueline Susann.

Quizás lo que tanto me atraía de Jacqueline Susann era la libertad que se respiraba en esas historias sórdidas. La tragedia, en medio del morbo. Protagonistas cándidas que acaban mal por no aprender a sortear las hipocresías y traiciones del mundo.

La vida no es un cuento de hadas, el éxito económico no garantiza la felicidad, la fama no te hace superior a nadie, los verdaderos amigos son pocos, ningún amor debe llevarte a sacrificar tu dignidad, y la belleza física y el buen sexo no aseguran el amor de pareja. Obviedades que aunque seguían ciertos estereotipos televisivos, rompían con la fórmula de los finales felices y políticamente correctos con que siempre nos ha saturado la televisión mexicana.

Otros autores fueron alejando mi amor por Jacqueline Susann, afortunadamente. Mis gustos literarios se fueron afinando, y sus historias fueron quedando atrás. Pero aún cada vez que oigo la canción de Dionne Warwick Theme from Valley of the dolls, me pregunto qué hubiera podido hacer Jacqueline Susann con un mayor bagaje cultural. ¿Habría sido mejor su literatura? ¿Habría escrito mejores textos si se hubiera empeñado en ello, como se empeñó en ser famosa?

Otras escritoras superventas, como E. L. James (el terriblemente ilegible Cincuenta sombras) y Stephanie Meyer (el afortunadamente ya olvidado Crepúsculo, que era una oda a las relaciones codependientes) han imitado a Jacqueline en ventas pero la han superado en mala prosa. Jacqueline Susann es Shakespeare comparada con sus sucesoras, aunque al menos ella tuvo la honestidad (o cinismo) de reconocer que no aspiraba a la calidad. ¿Están las listas de bestsellers condenadas a tener cada vez peor literatura?

Rescato de Jacqueline Susann la tenacidad para alcanzar su sueño, aunque éste fuera tan banal. La disciplina que se forjó para escribir, aunque fuera tan mal; ya quisieran muchos esa autodisciplina para un día domingo.

El valor para ser ella misma, en una sociedad tan llena de convencionalismos y solemnidades. El entusiasmo que despertó en mí. Ojalá más gente la hubiera recordado, con su máquina de escribir rosa chicle y borradores en hojas de colores, este 21 de septiembre que se cumplieron 46 años de su muerte.

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