Empiezo a escribir este texto perfectamente consciente que este es, quizás, un artículo políticamente incorrecto y, por ello, uno de los más honestos. Hablar y escribir sobre el suicidio resulta terriblemente escandaloso aún hoy día, en esta posmodernidad líquida en que hemos vencido todos los tabúes del siglo XX, menos el de la muerte en sí y, aún menos, el de suicidio.
Quizás en unos años el tema resulte menos escabroso para esta sociedad tan aferrada a los convencionalismos y la hipocresía, pero por lo menos restan unos cien años para que el tabú, con todo su horror, estigma y prejuicios, se desvanezca.
En la medida que quienes hemos tenido experiencias cercanas a este tema, nos atrevamos a despojarle de ese halo de tenebras, será menos difícil hablarlo y escribirlo, que no vivir el de alguien cercano; eso no dejará de ser doloroso aunque agreguemos edulcorante al tema, si tal cosa es posible.
Antes de continuar: Si usted lector está pasando por una época en su vida con los deseos de suicidio cruzando su mente, es urgente buscar ayuda.
No me atrevo a sugerirle o precisar una en específico, pues eso depende de la gravedad y lo que vaya mejor con su temperamento. Si bien la terapia es lo primero que se sugiere, yo no descartó ni desestimó el papel sanador del arte: Pintar, dibujar, escribir, componer música, tocar un instrumento. Incluso, por trivial que parezca en nuestra era el afecto, a veces una conversación con alguien realmente dispuesto a escuchar.
Y si conoce usted a alguien cercano con el suicidio en mente, quizás este texto le sea útil para ver dentro del corazón de un suicida. Aclaro que el tono del texto no significa en modo alguno trivializar algo tan espinoso; mal haría cuando yo ya pasé por ello.
Pero, ¿cómo se puede combatir lo que no se conoce? ¿Cómo se puede uno acercar, sin despojarse de prejuicios e incluso cierta solemnidad? ¿Cómo puede uno ayudar y ayudarse a uno mismo, si no comenzamos por dejar de juzgar al suicida o de dejar de juzgarnos como suicidas (o ex suicidas)?
Aunque parece una obviedad a simple vista, quizás es preciso recordarlo: Nadie elige volverse un suicida. No amaneces un día pensando: «Hoy no tengo nada mejor que hacer. Voy a pensar en suicidarme». No ocurre de la noche a la mañana y de forma consciente, no es voluntario.
Tampoco son «ganas de llamar la atención de los demás». Me sorprende haber conocido tanta gente que piensa esto último. Si uno sólo quisiera llamar la atención de forma consciente, bastaría con desnudarse, hacer stand up o subir un video estúpido a la red. En una de esas, acabas triunfando como estrella porno, comediante o youtuber. Cuando se tiene hambre de atención, lo primero que caiga es bueno.
Generalmente es un cúmulo de tristezas y frustraciones profundas que se van acumulando, como gotas de agua en un vaso. El día menos esperado, el vaso se desborda silenciosamente o cae, quebrándose con estruendo. Y empiezan las ideas del suicidio. A veces son pinceladas tenues, y otras irrumpen con la intensidad de un huracán. También se dan casos en que aparecen de forma inexplicable, por un desequilibrio neuroquímico o tras un trauma muy profundo.
En mi caso la idea del suicidio apareció a los diez años, tras vivir por más de un año diferentes formas de bullying psicológico y verbal por la mayor parte de mi escuela, en uno de los colegios con un prestigio y nivel de excelencia académica tan altos, como el clasismo y la violencia psicológica que se respiraban en esas paredes. El bullying en realidad venía desde años atrás, pero ese año tuve poca atención en casa. El resto de mis familiares, entiéndase primxs y tixs, más que una ayuda, eran parte del problema.
Cuando mencionó que alguna vez pensé en el suicidio y a una edad tan corta, parece que acabo de confesar que soy extraterrestre. Hoy puedo escribirlo con humor, pero en su momento me dolía. Como no tengo prejuicios con el tema, muchas veces me voy de lengua y se lo cuento, así sin más, al primer incauto que me inspire confianza.
Grave error cuando el incauto tiene demasiados prejuicios sobre el suicidio y aún peor, no tiene la más mínima apertura y sensibilidad para tratar de entender el problema. Me ha pasado sobre todo con mis ex parejas, o intentos de pareja. Dos casos en particular:
Mi ex novio, el abogado y funcionario electoral, el señor MH –llamémosle así porque tengo prohibido nombrarlo, aunque será un personaje recurrente porque da mucho material de todo lo que no hay que tolerar en una pareja– me molestaba mucho con ello.
Mientras convivimos, no dejé de maldecir el instante en que se me ocurrió contarle algo tan delicado de mi vida. Le generaba un ruido impresionante en su cerradísima mente. Utilizaba el tema lo mismo para «bromear» a costa mía y burlarse de mi «dramática» personalidad, que para echármelo en cara cuando discutíamos.
Entre broma y en serio, no perdía la oportunidad de hacerme sentir anormal e inferior por ello, creándome un complejo psicológico como si yo fuera no solo un enfermo mental, sino el más peligroso y raro del mundo. Me avergüenza reconocer que alguna vez tuve la autoestima tan baja, pequeña, débil y rota, que estuve dispuesto a aguantar a un imbécil de esas dimensiones en aras de un «amor» ciego que ni siquiera me pudo corresponder.
Pero en fin, a veces besamos almas de sapo para aprender a detectarlos y saber huir de ellos.
Hace unos meses, intenté una relación con alguien a quien consideraba lo suficientemente atractivo y equilibrado como para tomarlo en serio. No sólo era atractivo físicamente, sino que era agradable, apasionado y simpático en su trato. No se inquietó cuando le conté mis ideas de suicidio en la infancia, sólo me dijo que debía tomar terapia ya que, el hecho de contarlo, era señal de que no lo había superado.
Lo tomé como preocupación por mí e incluso analicé su planteamiento. Después, en parte porque seguía desanimado por mi reciente ruptura con el señor MH, se fue enfriando –primero sexual y después emocionalmente– la relación porque no me sentía preparado para ello (y francamente, tal vez nunca vuelva a estar listo para una). Distanciamiento que el tipo en cuestión, no tomó bien.
Cada vez que le mandaba mensaje o platicábamos, la sugerencia aparecía con insistencia. Y la opinión o consejo de amigos –o lo que sea que fuéramos– terminó convirtiéndose en un regaño, una exigencia que metía a cada momento con calzador, en el momento más inoportuno de la conversación, y que parecía brotar más de la rabia por la falta de sexo entre nosotros que de una auténtica preocupación por mí.
Y vamos, que yo ya evitaba hablarle no sólo de ese episodio de mi vida, sino de mis emociones, cualesquiera que éstas fueran, pero no servía de nada. Poco después ya no sólo sugería un psicólogo. Según su opinión, yo necesitaba un psiquiatra. Acepté que esto ya se había podrido, acabé eliminando su número y el de mi ex, y recuperé paz.
Aprovecho el paréntesis: Nadie vale tanto la pena como para que le permitas humillarte por tu pasado. Si un amigo o pareja no te respeta lo suficiente como para al menos tratar de entender tus emociones, déjalo ir. Alguien que te considera raro, anormal, extraño, inferior o demente, por considerar el suicidio, no merece ni un minuto de tu tiempo y aún menos si no tiene el menor reparo en demostrártelo.
El suicida no necesariamente grita su dolor en cada acto. En ciertos casos, es urgente afinar muy bien el ojo para captar las sutilezas cotidianas.
Por ejemplo, yo trataba que nadie percibiera mi deseo de muerte. Sabía que tan pronto alguien se diera cuenta, la etiqueta y el estigma de «loco» me perseguiría por el resto de mi vida. Además, ¿a quién podría importarle? Me sentía odiado por la mayor parte de mi escuela y parientes, y completamente ignorado por mi madre, a quien no quería darle más problemas –económicos y familiares– de los que ya tenía.
Me esmeré tanto en mi empeño porque nadie notara nada, que ese año pasé de estudiante promedio a ser el mejor alumno del colegio. Cada mes, el colegio otorgaba diplomas a los mejores alumnos de cada grupo. Me convertí en el eterno primer lugar de mi grupo y seguí siéndolo aun superada esa etapa.
Pensaba que, ya que nadie me quería, lo único que tenía en la vida eran mis estudios. Y quizás, si gracias a mi desempeño lograba convertirme en alguien con mucho poder y dinero, eso me ayudaría a sentirme menos miserable. Así que un suicida puede fingir que todo va perfecto, y estar desmoronándose por dentro.
Sin embargo, si bien esa «perfección» académica le agradó a mi familia, no hizo más que intensificar el bullying que ya vivía. Mis compañeros me odiaron cada vez más. Yo era como un clavo enterrado en un pie, al que había que sacar como fuera. Y no perdían ni un segundo en hacerme sentir peor.
Las agresiones llegaron al grado de inventar y publicar toda clase de rumores sobre mí, en una página llamada La jaula, que era el paraíso para cualquier niño agresor y un infierno para los niños víctimas de bullying.
Otra característica en un suicida –que puede darse al mismo tiempo o no– es el letargo mental. Disminución o falta total de la capacidad para concentrarse, o disminución en la agilidad de pensamiento. En mi caso, ese letargo venía de mis fantasías suicidas: Podía perderme tanto en mis fantasías y planes de suicidio, que me quedaba casi catatónico por algunos minutos.
Llegué a ocupar varios recreos paseando por el patio de mi escuela en ese estado. Y para variar –je, je, porque la gente maldita no puede actuar de otra manera –esos lapsos fueron interpretados como síntoma de un «retraso mental» en mí. (Curioso retraso mental de un niño genio, je, je). Dos niñas de sexto de primaria se unieron a misbullies.
Por último: No intente «animar» a un suicida diciéndole que hay gente que tiene una peor vida. Por favor, por más que usted tenga una buena intención, se entiende que alguien que está en ese estado no puede manejar más.
No subestime el dolor ajeno, pues nadie tiene las mismas herramientas para enfrentar un problema y ello no hace al suicida menos que otros. Tampoco intente decirle que debe vivir por alguien más –sus padres, sus hijos, etc.–. Porque el suicida muchas veces piensa que, la única forma de liberar a su familia de la carga que es su persona, es su muerte.
Un consejo final: No juzgue al suicida. No juzgue al suicida. No juzgue al suicida. No juzgue al suicida. No juzgue al suicida. No juzgue al suicida. No juzgue al suicida. No juzgue al suicida. No juzgue al suicida. No juzgue al suicida.
Tatúese esto en lo más íntimo del corazón, grábeselo en la mente y aplíquelo. Si algo duele más que la situación misma y que los hechos que le hayan empujado a ese deseo, es la incomprensión, las burlas o la agresión por ello. Si se siente incapaz de convivir con un suicida, mejor aléjese o acérquese hasta que pueda ofrecerle apoyo sin juzgarlo.
Y para aquellos suicidas que puedan estar leyendo este texto: No hay problema que el tiempo no resuelva. El dolor se va, y si lo atiendes, pasará más rápido. No estás solo.
Nadie vale la pena como para hacerte desear la muerte. Aléjate, defiéndete, pero no permitas que otros te hagan sentir que tu vida no es valiosa. Y no, no eres un enfermo mental, un extraterrestre o una aberración de la naturaleza. Eres humano y el dolor es lo más natural del mundo, aunque este mundo plagado de hipócritas e indolentes te haga creer lo contrario.
*10 de septiembre, Día Mundial para la Prevención del Suicidio