Fosas

Leo Mendoza

Fosas

Leo Mendoza

-Contigo siempre es lo mismo –dijo la mujer; quien, de sus años juveniles conservaba un rostro agradable, aniñado, y los ojos claros e intensos.


El hombre, vestido con una sudadera gris, astrosa, unos vaqueros deslavados y rotos, polvorientos, solo asintió. Sobre el rostro le corrían diminutos surcos de mugre y llevaba, como una escarapela prendida a la mejilla izquierda, una costra sanguinolenta.


-Me dijiste que querías verme y mira cómo andas. Pareces pordiosero, Claro, te pasaste la noche en la borrachera y para rematar te peleaste con cualquiera, nomás para demostrar que eres bueno pa los trancazos. Y luego… Y así quieres hablar… ¿De qué, Ramiro? ¿De qué?


Ramiro se rascó el dorso de la mano con furia.


-De nosotros, Julia… de nosotros…
Ella lo barrió con la mirada. Luego del plantón no tenía ganas ni de saludarlo, pero cuando él la vio pasar frente al taller, salió a cortarle el paso. Ella quiso esquivarlo aunque, finalmente, se detuvo, justo en la esquina.
-No Ramiro. No hay nada de qué hablar. Fuiste muy bueno para mí. No voy a negar que a tu lado me hice otra. Pero contigo no hay remedio. No cambias y no quieres cambiar…
-Pero…


A Ramiro le faltaban las palabras, se recargó en el poste.


-De verdad –exclamó casi en un suspiro, aprovechando que Julia había hecho una pausa-, lo intento, lo he intentado muchas veces…
-Mírate nada más. Yo esperaba que fuéramos por unas tostadas con doña Rosa, si te daban permiso, ¿verdad? Que platicáramos tranquilamente y, mírate, estás hecho un santo Cristo… Aunque de santo no tienes nada.
-Yo también quería lo mismo. Pero me persigue la mala vida. Ayer estaba listo para vernos ayer u hoy y qué pasó, pues llegó el Diablo a sonsacarme.
-¡Y tú tan dejado! ¿Verdad? Como borreguito, ahí vas.
-Pero no tuve nada que ver con el pleito. El tipo ése llegó a cobrarle un dinero al Diablo y pa pronto que se arman los putazos. El cuate ese no quería la lana, quería madrearse al Diablito y yo no podía quedarme con las manos cruzadas. Si es mi mero carnal…


Ramiro se golpeó el pecho con el puño, dándole énfasis a su discurso.


-¿Yo no lo iba a dejarlo morir solo? ¿O sí? Pero el güey era también bueno pa los madrazos y traía un valedor. Así que se puso bueno el asunto, aunque al final ellos se llevaron la peor parte. Salieron corriendo y nosotros tras de ellos porque el Tuercas se puso bien paranoico y dijo que iba a cerrar unos días el negocio pues segurito aquellos dos iban a regresar para armársela de pedo, que no sabía ni siquiera con quienes nos habíamos puesto a los putazos.


Julia movió la cabeza de un lado a otro.


-No te creo nada, Ramiro. Siempre te metes en broncas; nada más porque te gusta. Así eres… Te miro y parece que estoy viendo a tu hermano…


Las palabras de Julia hicieron a Ramiro estremecerse.


-No metas al Gildardo en esto…


Ella supo al momento que había tocado una herida, aquel dolor que Ramiro llevaba a flor de piel desde hace más de ocho años.


-¿Por qué no, si era tu hermano y fue mi marido? Pero así era… Como tú… Se largaba por días y te dejaba solo en el taller, ahí, de su tapadera. ¿Quién tenía que salir y poner su carota con los clientes y decirles que el maestro había tenido un problema, se le había muerto un pariente o había tenido que salir de la ciudad? Tú ¿verdad? ¿Y que andaba haciendo tu hermano mientras tanto? Con sus güilas o en la peda. Igualito a lo que haces ahora.


Súbitamente, los ruidos que los rodeaban se fueron acallando, como si todos quisieran escuchar su respuesta. Pero ésta no llegó, se quedó vacilante en los labios del hombre. No podía decir nada. No por lo que hubiera pasado sino porque temía delatarse y contar aquello que a ella no le gustaba escuchar. Que, luego del pleito, se había ido a buscar a su esposa.


-Lo peor es que me vas a hacer lo mismo que Gildardo. Te vas a ir. A mí no me engañas…


Una mañana, ocho años atrás, Gildardo desapareció. Para entonces, entre Julia y Ramiro ya había algo más. Julia y su esposo había discutido algunos días atrás. Hubo griterío, golpes y platos y vasos estrellándose contra los muros de la casa. Ella salió, llorando a gritos. Ramiro había escuchado todo desde el departamento de sus padres. Julia regresó pasada la madrugada. Su marido salió muy temprano rumbo al taller y no se le volvió a ver. Pasaron semanas, meses, años y de él, ni sus luces. Nada, ni una carta o alguna señal de vida. Muchos pensaban que se había tomado para el norte en busca de una nueva familia.


-No, Ramiro, a mí no me engañas… Angélica te cree cualquier cosa. Como ayer, que te fuiste con ella como perrito regañado…
-¿Qué…?


Los ojos de Ramiro se abrieron como farolas. Ella elevó el pecho, triunfante.


-Tú crees que no me doy cuenta. Tú crees que yo no sé.
-Tú no sabes nada…
-¿No? Nomás te digo que te fuiste a meter a la casa de la Angélica, todo madreado, y que de ahí te viniste pa acá. No porque te hayas cambiado de casa no voy a estar enterada de lo que haces…


Ramiro se puso blanco.


-¿El pinche Diablo te lo contó?
-No creas que me chupo el dedo. Te peleaste. Pero después del pleito te fuiste con tu mujer…


Ramiro no podía articular palabra. Julia le exigía lo mismo desde la primera vez que se acostaron. Que estuviera pegado a sus faldas. Que ella decidiera lo que hacía, sin chistar siquiera. Lo había hecho su socio en el taller porque no había de otra, no tenía otro trabajador ni alguien de confianza que le entendiera a los autos nuevos, de esos que ya andan con computadora. Y Ramiro era bueno para el negocio.


-Ahora ya no tenemos que cuidarnos, Ramiro, y tú sigues con esa…


Ramiro enamoró a Angélica porque Julia se lo pidió, cuando comenzaron a darse sus revolcones en el taller, porque no quería que Gildardo los descubriera. Era una manera de taparle el ojo al macho. Por lo demás, Julia se lo decía con todo y burla: era una manera de juntar a dos chaparritos. Nunca nadie se había explicado aquella abismal diferencia de estaturas, mientras que Gildardo rozaba los dos metros de altura Ramiro apenas y rebasaba el metro y medio y Angélica no levantaba mucho más.


Julia le dijo que si se juntaba con la chaparrita estarían a salvo de las habladurías de la gente que ya andaban diciendo que esto y que el otro y que con eso le iban a cerrar la boca a todos los maldicientes. Ese era el plan que ella había fraguado. Lo que no estaba planeado era que Ramiro se enamorara de Angélica. Lo atrapó de tal suerte que hasta algunas señoras del barrio dijeron, entre risa y risa, que lo había entoloachado. Por aquel entonces él todavía gustaba de vestirse bien, de andar limpio y oliendo a colonia.
Pero a lo largo de aquellos ocho años se había sumiendo en un barril sin fondo. Cada mañana, cuando entraba en al taller, sentía que se ahogaba al encontrarse con aquel panorama que veía diariamente: las mismas herramientas, el mismo banco mugriento, los sillones de autos donde se emborrachaba con sus amigos y el foso para trabajar en los autos que había comenzado Gildardo y él concluyó. Entonces, lo único que le quedaba era abrir una botella de alcohol barato y luego otra y otra, hasta que se perdía.

Fue así como lo abandonaron tanto los clientes como sus amigos, aun cuando su fama de buen mecánico se mantuvo incólume. Poco a poco, se hizo a la horma de sus nuevos conocidos, borrachos como él y a quienes solo conocía por sus apodos: el Trancas, el Diablo, el Trespatines.

Se hizo peleonero y temerario, como si buscara pagar alguna culpa. Tanto, que hasta sus propios compañeros le tenían miedo pues, sin deberla ni temerla, ya estaban metidos en una de esas broncas de sangre y cuchillo. Incontables eran las veces en que habían tenido que brincar al parejo para salvar a Ramiro de una madriza segura o, incluso, tuvieron que salir huyendo perseguido por los meros meros de alguna de las pandillas de la colonia con los que tenían bronca cantada y contra los que, temerariamente, Ramiro se lanzaba a pecho abierto, nomás porque molestaban a sus carnales y muchas veces tenía que pagar con sangre aquel breve momento de furia porque no daba ni pedía cuartel.

Era como si quisiera expiar la pérdida de su hermano hundiéndose en aquella vorágine de alcohol y violencia. Y encima tenía aquellas broncas con Julia, quien se comportaba como si fuera su mujer legítima porque la otra, Angélica, ni siquiera chistaba o le decía algo ya que estaba convencida de que, en algún momento, su marido recobraría la cordura y volvería a ser aquel muchacho amable, tierno, tímido, que la había conquistado.


A veces, en medio de alguna reparación, sumergido en aquel hueco de concreto mientras cambiaba un chicote o revisaba el eje de algún automóvil, pensaba que Julia tenía razón, que él estaba maldito. La fosa era un ejemplo. Gildardo pensaba hacerla un poco más pequeña de lo normal y él decidió hacerla más grande. Como si quisiera contradecir a su hermano. Y aun así, no le gustaba trabajar ahí. Su hermano cabía perfectamente en ella pero él no. Tenía que usar un banquito para alcanzar los bajos de los autos y se sentía inseguro, vacilante; con una opresión en el pecho de la que solamente se libraba yendo a buscar a sus compañeros de parranda y agarrándose a golpes con el primero que se le pusiera enfrente.


Una vez, el Diablo y el Trespatines lo dejaron dormido ahí abajo, en la plancha de concreto, y él sintió que la muerte estaba a su lado. A punto estuvo de darles unos navajazos cuando salió del foso y se los encontró dormidos en los sillones. Pero se contuvo.


Julia no solo le cobraba su parte de los gastos sino multas por llegar tarde o andar de borracho y lo dejaba solo con un hilo de dinero que apenas les alcanzaba, a él y a su mujer para sobrevivir. Pero lo que más le pesaba era haber traicionado a su hermano. Y en dos ocasiones. Él pensaba que todo aquello era lo que lo había llevado a beber y a enfrascarse en aquellos pleitos callejeros. Había pasado sin siquiera darse cuenta. Pero pasó. Primero las bromas, las miradas, las sonrisas. Luego vinieron las confesiones, él convertido en su paño de lágrimas. Julia sabía que Gildardo la engañaba, que tenía otras. Después de aquel llanto que parecía interminable, llegó el abrazo consolador y, al final, los besos, las caricias, su mano subiendo por las piernas firmes, delineadas, de su cuñada. La caída en el sillón desvencijado y el acostón apresurado, salvaje, a medio vestir, temerosos de ser atrapados. Fue así como resbaló por aquel tobogán. Por un lado sentía culpa y también miedo porque era inevitable que alguna vez Gildardo se enterara y entonces no habría otra manera de resolver el asunto que a los golpes, porque su hermano no entendía de otra manera. Había sido así, desde chiquitos. Además, como también era un cabrón, el que casi siempre acababa con la jeta partida era él. Por eso se había hecho bueno para el descontón y el trompo, pero sus habilidades eran pocas ante su carnal. Sin embargo, ya sin su sombra, lo que más le molestaba era el reclamo de Julia por estar con Angélica. No podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Sobre todo, después de tantos años y una vez que habían conseguido que a su esposo lo declarasen legalmente muerto y ella se convirtiera en viuda con todas las de la ley.


-Pos… Es mi mujer, Julia. Estamos casados…
-Pero ese matrimonio es más falso que nada –los ojos de Julia relampaguearon.
-No. No lo es… Angélica es mi esposa.
Julia agachó la cabeza, como un toro enfurecido.
-¿Y eso cuándo te ha preocupado para andar de güilo? Yo sé que un día te vas a ir con otra pero mientras tanto no tienes por qué andarte entrepiernado con ella…
-Sí puedo –de repente, Ramiro había encontrado fortaleza.
-Ahora hasta te pones gallito conmigo…
Ramiro retrocedió, a la defensiva.
-No… Yo… sería incapaz. Pero no sé por qué la odias. Yo no pienso dejarla. Así están las cosas. Ya lo sabes. Ya te lo he dicho muchas veces.


Julia se encendió ante aquellas palabras.


-Pos estás si bien pendejo. Pero qué bueno que me lo dices. Ora ya sabemos a qué atenernos los dos. Cuánta razón tiene mi compadre Ubaldo…


Ramiro sintió que la costra en su mejilla le escocía. Él sospechaba que, cuando Gildardo se fue, Ubaldo había sido uno de los primero en requebrar a Julia, pero ella nunca le había dicho nada.


-Y ése qué pitos toca en todo esto.
-Muchos porque tú, con toda la mala vida que llevas lo único que has hecho es espantar la clientela. Eres buen mecánico, nadie lo duda pero así como que la gente no te tiene confianza.
-Eso qué… Siempre cumplo…
-No es cierto, Ramiro, no es cierto ya van varias veces que dejas tirado el trabajo por andar en el desmadre con tus cuates.


Ramiro agachó la cabeza. Julia volvió a la carga.


-Tú no lo entiendes, pero yo tengo que ver por mi futuro y Ubaldo quiere asociarse. Me dice que podemos modernizar el taller y abrir dos nuevas fosas. Que si dejamos al tiro el lugar, vamos a tener más clientes. Pero el problema eres tú… Bien que lo sabes. Yo te quiero… Pero ya estuvo suave.


Ramiro enmudeció, sorprendido por aquel golpe. Julia siguió adelante.


-El lunes va a ir el maestro Caritino a hacer una revisión. Creo que vamos a tener que quitar la fosa nueva y escarbar un poco más a los lados y abajo. Eso me dijo.


El hombre palideció. Su frente se perló de sudor.


-Y el otro problema –continuó Julia-, pues, es Angélica. Así que tú decides.
-Yo… eh… -Ramiro ya solo podía balbucear…
-Ya me dijiste que te quieres quedar con Angélica, pero piénsalo bien, piénsalo bien… Vamos a ampliar el área de trabajo y… ¿para qué te digo?


Ella lo sabía, siempre lo había sabido. Y ahora lo veía quebrarse. Sabía que había ganado, de que de aquel golpe él ya no iba a recuperarse.

Con los brazos en jarras, Julia se le quedó viendo. Él agachó la cabeza, lo habían quebrado.


-¿Entonces? ¿Ya pensaste bien lo que vas a hacer?


Ramiro tardo un largo rato en confirmar lo que ella sabía desde hace mucho tiempo.


-Pos sí… sí… me quedo contigo.


Una media sonrisa se dibujó en el rostro aniñado de la mujer. Se dio la vuelta. Ramiro la siguió. Había ganado. Ni siquiera podía imaginarse cómo se enteró de lo ocurrido aquella mañana: se había ido a trabajar desde temprano al foso. Estaba pala en mano, cuando llegó su hermano. Venía furioso. Ramiro pensó que Julia le había contado todo cuando, después del pleito, él regresó a casa. Así que ni tiempo le dio de dirigirle la palabra. Cuando lo vio que bajaba al foso, levantó la pala. Ese día su hermano se fue. ¡Y ella lo había sabido siempre! Ramiro caminó unos pasos por detrás de ella, que avanzaba altiva y orgullosa. Él pensó que a lo mejor no era tan mala idea ampliar el taller y los fosos. Podría ser una solución a sus problemas. Por lo pronto, tenía que inventarse algo para poder seguir con Angélica.

Vio su ropa sucia, sus pantalones raídos, la mugre que se acumulaba en sus manos. Se rascó la cicatriz de la mejilla. Quizá no todo estuviera perdido.

.
El hombre, vestido con una sudadera gris, astrosa, unos vaqueros deslavados y rotos, polvorientos, solo asintió. Sobre el rostro le corrían diminutos surcos de mugre y llevaba, como una escarapela prendida a la mejilla izquierda, una costra sanguinolenta.


-Me dijiste que querías verme y mira cómo andas. Pareces pordiosero, Claro, te pasaste la noche en la borrachera y para rematar te peleaste con cualquiera, nomás para demostrar que eres bueno pa los trancazos. Y luego… Y así quieres hablar… ¿De qué, Ramiro? ¿De qué?


Ramiro se rascó el dorso de la mano con furia.


-De nosotros, Julia… de nosotros…
Ella lo barrió con la mirada. Luego del plantón no tenía ganas ni de saludarlo, pero cuando él la vio pasar frente al taller, salió a cortarle el paso. Ella quiso esquivarlo aunque, finalmente, se detuvo, justo en la esquina.
-No Ramiro. No hay nada de qué hablar. Fuiste muy bueno para mí. No voy a negar que a tu lado me hice otra. Pero contigo no hay remedio. No cambias y no quieres cambiar…
-Pero…


A Ramiro le faltaban las palabras, se recargó en el poste.


-De verdad –exclamó casi en un suspiro, aprovechando que Julia había hecho una pausa-, lo intento, lo he intentado muchas veces…
-Mírate nada más. Yo esperaba que fuéramos por unas tostadas con doña Rosa, si te daban permiso, ¿verdad? Que platicáramos tranquilamente y, mírate, estás hecho un santo Cristo… Aunque de santo no tienes nada.
-Yo también quería lo mismo. Pero me persigue la mala vida. Ayer estaba listo para vernos ayer u hoy y qué pasó, pues llegó el Diablo a sonsacarme.
-¡Y tú tan dejado! ¿Verdad? Como borreguito, ahí vas.
-Pero no tuve nada que ver con el pleito. El tipo ése llegó a cobrarle un dinero al Diablo y pa pronto que se arman los putazos. El cuate ese no quería la lana, quería madrearse al Diablito y yo no podía quedarme con las manos cruzadas. Si es mi mero carnal…


Ramiro se golpeó el pecho con el puño, dándole énfasis a su discurso.


-¿Yo no lo iba a dejarlo morir solo? ¿O sí? Pero el güey era también bueno pa los madrazos y traía un valedor. Así que se puso bueno el asunto, aunque al final ellos se llevaron la peor parte. Salieron corriendo y nosotros tras de ellos porque el Tuercas se puso bien paranoico y dijo que iba a cerrar unos días el negocio pues segurito aquellos dos iban a regresar para armársela de pedo, que no sabía ni siquiera con quienes nos habíamos puesto a los putazos.


Julia movió la cabeza de un lado a otro.


-No te creo nada, Ramiro. Siempre te metes en broncas; nada más porque te gusta. Así eres… Te miro y parece que estoy viendo a tu hermano…


Las palabras de Julia hicieron a Ramiro estremecerse.


-No metas al Gildardo en esto…


Ella supo al momento que había tocado una herida, aquel dolor que Ramiro llevaba a flor de piel desde hace más de ocho años.


-¿Por qué no, si era tu hermano y fue mi marido? Pero así era… Como tú… Se largaba por días y te dejaba solo en el taller, ahí, de su tapadera. ¿Quién tenía que salir y poner su carota con los clientes y decirles que el maestro había tenido un problema, se le había muerto un pariente o había tenido que salir de la ciudad? Tú ¿verdad? ¿Y que andaba haciendo tu hermano mientras tanto? Con sus güilas o en la peda. Igualito a lo que haces ahora.


Súbitamente, los ruidos que los rodeaban se fueron acallando, como si todos quisieran escuchar su respuesta. Pero ésta no llegó, se quedó vacilante en los labios del hombre. No podía decir nada. No por lo que hubiera pasado sino porque temía delatarse y contar aquello que a ella no le gustaba escuchar. Que, luego del pleito, se había ido a buscar a su esposa.


-Lo peor es que me vas a hacer lo mismo que Gildardo. Te vas a ir. A mí no me engañas…


Una mañana, ocho años atrás, Gildardo desapareció. Para entonces, entre Julia y Ramiro ya había algo más. Julia y su esposo había discutido algunos días atrás. Hubo griterío, golpes y platos y vasos estrellándose contra los muros de la casa. Ella salió, llorando a gritos. Ramiro había escuchado todo desde el departamento de sus padres. Julia regresó pasada la madrugada. Su marido salió muy temprano rumbo al taller y no se le volvió a ver. Pasaron semanas, meses, años y de él, ni sus luces. Nada, ni una carta o alguna señal de vida. Muchos pensaban que se había tomado para el norte en busca de una nueva familia.


-No, Ramiro, a mí no me engañas… Angélica te cree cualquier cosa. Como ayer, que te fuiste con ella como perrito regañado…
-¿Qué…?


Los ojos de Ramiro se abrieron como farolas. Ella elevó el pecho, triunfante.


-Tú crees que no me doy cuenta. Tú crees que yo no sé.
-Tú no sabes nada…
-¿No? Nomás te digo que te fuiste a meter a la casa de la Angélica, todo madreado, y que de ahí te viniste pa acá. No porque te hayas cambiado de casa no voy a estar enterada de lo que haces…
Ramiro se puso blanco.
-¿El pinche Diablo te lo contó?
-No creas que me chupo el dedo. Te peleaste. Pero después del pleito te fuiste con tu mujer…


Ramiro no podía articular palabra. Julia le exigía lo mismo desde la primera vez que se acostaron. Que estuviera pegado a sus faldas. Que ella decidiera lo que hacía, sin chistar siquiera. Lo había hecho su socio en el taller porque no había de otra, no tenía otro trabajador ni alguien de confianza que le entendiera a los autos nuevos, de esos que ya andan con computadora. Y Ramiro era bueno para el negocio.


-Ahora ya no tenemos que cuidarnos, Ramiro, y tú sigues con esa…


Ramiro enamoró a Angélica porque Julia se lo pidió, cuando comenzaron a darse sus revolcones en el taller, porque no quería que Gildardo los descubriera. Era una manera de taparle el ojo al macho. Por lo demás, Julia se lo decía con todo y burla: era una manera de juntar a dos chaparritos. Nunca nadie se había explicado aquella abismal diferencia de estaturas, mientras que Gildardo rozaba los dos metros de altura Ramiro apenas y rebasaba el metro y medio y Angélica no levantaba mucho más.


Julia le dijo que si se juntaba con la chaparrita estarían a salvo de las habladurías de la gente que ya andaban diciendo que esto y que el otro y que con eso le iban a cerrar la boca a todos los maldicientes. Ese era el plan que ella había fraguado. Lo que no estaba planeado era que Ramiro se enamorara de Angélica. Lo atrapó de tal suerte que hasta algunas señoras del barrio dijeron, entre risa y risa, que lo había entoloachado. Por aquel entonces él todavía gustaba de vestirse bien, de andar limpio y oliendo a colonia.
Pero a lo largo de aquellos ocho años se había sumiendo en un barril sin fondo. Cada mañana, cuando entraba en al taller, sentía que se ahogaba al encontrarse con aquel panorama que veía diariamente: las mismas herramientas, el mismo banco mugriento, los sillones de autos donde se emborrachaba con sus amigos y el foso para trabajar en los autos que había comenzado Gildardo y él concluyó. Entonces, lo único que le quedaba era abrir una botella de alcohol barato y luego otra y otra, hasta que se perdía.

Fue así como lo abandonaron tanto los clientes como sus amigos, aun cuando su fama de buen mecánico se mantuvo incólume. Poco a poco, se hizo a la horma de sus nuevos conocidos, borrachos como él y a quienes solo conocía por sus apodos: el Trancas, el Diablo, el Trespatines.

Se hizo peleonero y temerario, como si buscara pagar alguna culpa. Tanto, que hasta sus propios compañeros le tenían miedo pues, sin deberla ni temerla, ya estaban metidos en una de esas broncas de sangre y cuchillo. Incontables eran las veces en que habían tenido que brincar al parejo para salvar a Ramiro de una madriza segura o, incluso, tuvieron que salir huyendo perseguido por los meros meros de alguna de las pandillas de la colonia con los que tenían bronca cantada y contra los que, temerariamente, Ramiro se lanzaba a pecho abierto, nomás porque molestaban a sus carnales y muchas veces tenía que pagar con sangre aquel breve momento de furia porque no daba ni pedía cuartel.

Era como si quisiera expiar la pérdida de su hermano hundiéndose en aquella vorágine de alcohol y violencia. Y encima tenía aquellas broncas con Julia, quien se comportaba como si fuera su mujer legítima porque la otra, Angélica, ni siquiera chistaba o le decía algo ya que estaba convencida de que, en algún momento, su marido recobraría la cordura y volvería a ser aquel muchacho amable, tierno, tímido, que la había conquistado.


A veces, en medio de alguna reparación, sumergido en aquel hueco de concreto mientras cambiaba un chicote o revisaba el eje de algún automóvil, pensaba que Julia tenía razón, que él estaba maldito. La fosa era un ejemplo. Gildardo pensaba hacerla un poco más pequeña de lo normal y él decidió hacerla más grande. Como si quisiera contradecir a su hermano. Y aun así, no le gustaba trabajar ahí. Su hermano cabía perfectamente en ella pero él no. Tenía que usar un banquito para alcanzar los bajos de los autos y se sentía inseguro, vacilante; con una opresión en el pecho de la que solamente se libraba yendo a buscar a sus compañeros de parranda y agarrándose a golpes con el primero que se le pusiera enfrente.


Una vez, el Diablo y el Trespatines lo dejaron dormido ahí abajo, en la plancha de concreto, y él sintió que la muerte estaba a su lado. A punto estuvo de darles unos navajazos cuando salió del foso y se los encontró dormidos en los sillones. Pero se contuvo.


Julia no solo le cobraba su parte de los gastos sino multas por llegar tarde o andar de borracho y lo dejaba solo con un hilo de dinero que apenas les alcanzaba, a él y a su mujer para sobrevivir. Pero lo que más le pesaba era haber traicionado a su hermano. Y en dos ocasiones. Él pensaba que todo aquello era lo que lo había llevado a beber y a enfrascarse en aquellos pleitos callejeros. Había pasado sin siquiera darse cuenta. Pero pasó. Primero las bromas, las miradas, las sonrisas. Luego vinieron las confesiones, él convertido en su paño de lágrimas. Julia sabía que Gildardo la engañaba, que tenía otras. Después de aquel llanto que parecía interminable, llegó el abrazo consolador y, al final, los besos, las caricias, su mano subiendo por las piernas firmes, delineadas, de su cuñada. La caída en el sillón desvencijado y el acostón apresurado, salvaje, a medio vestir, temerosos de ser atrapados. Fue así como resbaló por aquel tobogán. Por un lado sentía culpa y también miedo porque era inevitable que alguna vez Gildardo se enterara y entonces no habría otra manera de resolver el asunto que a los golpes, porque su hermano no entendía de otra manera. Había sido así, desde chiquitos. Además, como también era un cabrón, el que casi siempre acababa con la jeta partida era él. Por eso se había hecho bueno para el descontón y el trompo, pero sus habilidades eran pocas ante su carnal. Sin embargo, ya sin su sombra, lo que más le molestaba era el reclamo de Julia por estar con Angélica. No podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Sobre todo, después de tantos años y una vez que habían conseguido que a su esposo lo declarasen legalmente muerto y ella se convirtiera en viuda con todas las de la ley.


-Pos… Es mi mujer, Julia. Estamos casados…
-Pero ese matrimonio es más falso que nada –los ojos de Julia relampaguearon.
-No. No lo es… Angélica es mi esposa.
Julia agachó la cabeza, como un toro enfurecido.
-¿Y eso cuándo te ha preocupado para andar de güilo? Yo sé que un día te vas a ir con otra pero mientras tanto no tienes por qué andarte entrepiernado con ella…
-Sí puedo –de repente, Ramiro había encontrado fortaleza.
-Ahora hasta te pones gallito conmigo…
Ramiro retrocedió, a la defensiva.
-No… Yo… sería incapaz. Pero no sé por qué la odias. Yo no pienso dejarla. Así están las cosas. Ya lo sabes. Ya te lo he dicho muchas veces.


Julia se encendió ante aquellas palabras.


-Pos estás si bien pendejo. Pero qué bueno que me lo dices. Ora ya sabemos a qué atenernos los dos. Cuánta razón tiene mi compadre Ubaldo…


Ramiro sintió que la costra en su mejilla le escocía. Él sospechaba que, cuando Gildardo se fue, Ubaldo había sido uno de los primero en requebrar a Julia, pero ella nunca le había dicho nada.


-Y ése qué pitos toca en todo esto.
-Muchos porque tú, con toda la mala vida que llevas lo único que has hecho es espantar la clientela. Eres buen mecánico, nadie lo duda pero así como que la gente no te tiene confianza.
-Eso qué… Siempre cumplo…
-No es cierto, Ramiro, no es cierto ya van varias veces que dejas tirado el trabajo por andar en el desmadre con tus cuates.


Ramiro agachó la cabeza. Julia volvió a la carga.


-Tú no lo entiendes, pero yo tengo que ver por mi futuro y Ubaldo quiere asociarse. Me dice que podemos modernizar el taller y abrir dos nuevas fosas. Que si dejamos al tiro el lugar, vamos a tener más clientes. Pero el problema eres tú… Bien que lo sabes. Yo te quiero… Pero ya estuvo suave.


Ramiro enmudeció, sorprendido por aquel golpe. Julia siguió adelante.


-El lunes va a ir el maestro Caritino a hacer una revisión. Creo que vamos a tener que quitar la fosa nueva y escarbar un poco más a los lados y abajo. Eso me dijo.


El hombre palideció. Su frente se perló de sudor.


-Y el otro problema –continuó Julia-, pues, es Angélica. Así que tú decides.
-Yo… eh… -Ramiro ya solo podía balbucear…
-Ya me dijiste que te quieres quedar con Angélica, pero piénsalo bien, piénsalo bien… Vamos a ampliar el área de trabajo y… ¿para qué te digo?


Ella lo sabía, siempre lo había sabido. Y ahora lo veía quebrarse. Sabía que había ganado, de que de aquel golpe él ya no iba a recuperarse.

Con los brazos en jarras, Julia se le quedó viendo. Él agachó la cabeza, lo habían quebrado.


-¿Entonces? ¿Ya pensaste bien lo que vas a hacer?


Ramiro tardo un largo rato en confirmar lo que ella sabía desde hace mucho tiempo.


-Pos sí… sí… me quedo contigo.


Una media sonrisa se dibujó en el rostro aniñado de la mujer. Se dio la vuelta. Ramiro la siguió. Había ganado. Ni siquiera podía imaginarse cómo se enteró de lo ocurrido aquella mañana: se había ido a trabajar desde temprano al foso. Estaba pala en mano, cuando llegó su hermano. Venía furioso. Ramiro pensó que Julia le había contado todo cuando, después del pleito, él regresó a casa. Así que ni tiempo le dio de dirigirle la palabra. Cuando lo vio que bajaba al foso, levantó la pala. Ese día su hermano se fue. ¡Y ella lo había sabido siempre! Ramiro caminó unos pasos por detrás de ella, que avanzaba altiva y orgullosa. Él pensó que a lo mejor no era tan mala idea ampliar el taller y los fosos. Podría ser una solución a sus problemas. Por lo pronto, tenía que inventarse algo para poder seguir con Angélica.

Vio su ropa sucia, sus pantalones raídos, la mugre que se acumulaba en sus manos. Se rascó la cicatriz de la mejilla. Quizá no todo estuviera perdido.

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