El yugo de la fantasía (El arte del psicoanálisis)

Por Natalia Padilla Carpizo

El oficio del psicoanálisis se realiza en el ejercicio de una escucha que intenta atender primero el propio enigma (lo que uno mismo no sabe que sabe) y después el enigma del otro: ese discurrir de asociaciones –unas más libres que otras- que en su aparente aleatoriedad van mostrando el contorno de las huellas que nos conducen del destino al origen y viceversa, las huellas que nos advierten que el origen está en el destino, que las fantasías de la infancia las traemos entretejidas, infiltradas en nuestro porvenir gracias al inconsciente que las conserva en su misterioso formol, ajenas al orden del tiempo. Ese pasado que sigue siendo presente, que actualiza sus fantasías y las mantiene vivas, ávidas de resonancias y epifanías, obstinadas en buscar y encontrar repeticiones, dispuestas a multiplicar sus fantasmas a la menor provocación a través de los caleidoscopios con los que distorsionan la realidad, las intenciones, los actos y los gestos.

El arte del psicoanálisis se realiza en la escucha entre líneas de la narración del sujeto, en la atención a las sutiles evocaciones, ensoñaciones y torceduras del lenguaje debajo de las cuales el inconsciente deja entrever las coordenadas que revelan la especificidad  de los dolores, los placeres, las culpas y las deudas del alma y el cuerpo de cada sujeto, sus sentidos y sinsentidos que se arremolinan en lo más profundo de su memoria.

Estamos hechos y enfermos de argumentos y guiones, la palabra pronunciada permite también desargumentar –desanudar los argumentos del guión que nos daña-, permite añadir variaciones en los desenlaces de las oraciones y oponer así resistencia a la repetición.

“Sé capaz de variaciones y escaparás a la repetición. Pues la repetición neurótica es aquello que se presenta (en tu vida) bajo un disfraz siempre distinto y que, en realidad, obedece a un solo guión. (…) Hay una prohibición de inventar una variante, de escaparse del círculo.”[1]

La oralidad permite también desaprender las lecciones que oprimen, ayuda a desactivar las inercias de ciertas sentencias que resuenan como maldiciones y que corren el riesgo de volverse estigmas, condenas, designios que someten; la voz rescatada recuerda el deseo profundo de subvertir el orden, recuerda la posibilidad que tenemos de modificarlo, de incidir en él y de embellecerlo para que la vida sea más llevadera y más placentera, para que el sujeto se inscriba a su manera en la trama de la diferencia sexual y generacional, para que rescate del olvido su herencia, la conquiste y la posea en el porvenir.

La palabra permite primero reconocer las ataduras, interrogarlas, buscar sus cabos y sus rabos, observar su entramado, encontrar los anudamientos más bellos y más siniestros, los tabúes – muertes y amores secretos-,  enterrados a lo largo y ancho de la línea genealógica, para desatar al sujeto, poco a poco, sesión a sesión, punto a punto, hilo a hilo, del yugo de su fantasía y sus ideales culturales y finalmente ser capaz de deshacerse de deseos estereotipados e impuestos y dejar de pagar el alto precio de sufrimiento, frustración, malestar –un precio masoquista- que la cultura le cobra, para así atreverse a asumir la unicidad de su deseo, un deseo nómada, insaciable, ávido que se desplaza en el tiempo y lo arroja incansablemente a la vida.  La palabra es el arma con la que el sujeto se rebela a la monarquía de sus fantasmas.

El alma del sujeto ha sido desgarrada al mismo tiempo que su lengua, esa lengua materna, esa lengua paterna que no se daba abasto, que no alcanzaba a traducir tantas impresiones, que no encontró en su momento los nombres para enunciar lo que sentía. Esa lengua fallida, castrada, desprovista, derrotada por un mundo excesivo, contradictorio, multivalente, hostil y demasiado real. El sujeto fue abandonado a su suerte muy pronto con pocas palabras y sonidos para sobrevivir, con palabras insuficientes para darse a entender, totalmente indefenso, a expensas del cuerpo, la ternura y el idioma de la madre y el padre, con el oído abierto y desnudo, vulnerable ante todo lo que escuchaba que no supo en su momento entender y responder, en el centro de escenas silenciadas a las que el psicoanálisis, precisamente, intenta buscar representación, más vocabulario, variedad de sonidos: un sentido por venir. El psicoanálisis reanima a la lengua, la levanta, la invita a que rasgue la mordaza que la mantiene muda y quieta,  y la lengua acepta el desafío, balbucea nombres sin darse por vencida hasta que aprende a cantar victorias.

“El abandono reconduce al abandono, la violencia a la violencia, la melancolía a la melancolía; ¿cómo inventar un afuera? ¿Un allá? <<Lo que da sentido –nos recuerda Deleuze- no es la repetición sino la diferencia, la modulación, la alteración.” [2]

El psicoanálisis devuelve a la palabra el poder de curar, después de haber obligado al cuerpo -con el silencio, con la omisión, con la evasión, con la represión- a manifestarse con el vocablo de su síntoma, el síntoma como el último recurso que le dejamos al alma para representar, pedir auxilio, crear puentes y enviar en sus particulares botellas mensajes cifrados desde el fondo de su naufragio, con la esperanza de que lleguen a la orilla y sean leídos, escuchados y devueltos.

La escucha del analista es la caverna donde el propio decir resuena, hace eco y retorna, y al retornar permite desenredar los significados anudados en el síntoma. Una de las tareas más difíciles del proceso analítico es darle nombre, cuerpo y tiempo al deseo, realizarlo, hacerlo posible para no sufrir por sufrir, para no vivir como muertos, para descubrir nuevamente, y cada vez que haga falta, un sentido de vida que se transforma y desplaza.

“Se trata de ejercitarse en perder la orilla, perderse a secas y encontrar en el camino de esa pérdida el bucle de un deseo intacto.”[3]

El psicoanalista acompaña con su escucha la paradoja del sujeto que sufre algunas veces por no hallar amor y otras por haber sido tomado por él, por su falta o por su exceso, el sufrimiento del sujeto está íntimamente atravesado por el amor y la espera, por su búsqueda y su pérdida cíclica –ese paraíso perdido y prometido que confunde el pasado con el fututo y la nostalgia con  el anhelo-, por la ambivalencia primordial que lo impulsa por un lado a buscar la pasión y por el otro a huir de ella, a arriesgarse y a protegerse simultáneamente, a abandonarse y a rescatarse sin cesar.

“La pasión ha sido en todos los tiempos acusada de todos los males y esperada en secreto por todos. (…) Nos agarra en un precipitado de tiempo y de acto donde se concentra todo nuestro ser en una intensidad sin parangón. (…)La pasión es la sustancia misma del riesgo. (…) Breve aparición de la vida desnuda.”[4]

El psicoanalista acompaña con su escucha la dolorosa evidencia de que el objeto del deseo está en fuga, rebasa cualquier intento de ser poseído, es abyecto incluso ante sí mismo. Es difícil soportar el extrañamiento que produce el otro, esa ajenidad que impide la fusión añorada y temida de las identidades, el retorno a la diada original, a la extinción del deseo, esa ajenidad que impide el cumplimiento de la promesa de ser colmado.  La extrañeza se encarga de recordar y señalar la fortuna del límite que distingue y protege a unos de otros del impulso de devorar y ser devorados.

La palabra escuchada tiene un efecto profundo, la palabra escuchada es una palabra amparada, hospedada, renacida. Una palabra que encuentra temporalmente su lugar en el oído del otro recupera un sentido: un destinatario perdido y hallado que es todos los destinatarios, el primero y el último, un destinatario que encarna al Otro y que devuelve al sujeto su mismidad.

Bibliografía:

1 Dufourmantelle, Anne. Arriesgarse a la variación en Elogio del riesgo, p. 178.

2 Idem

3 Ibid, p. 183

4 Dufourmantelle, Anne. Arriesgarse a la pasión en Elogio del riesgo, p.40

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