El Tío Carlos

Por Carlos Alonso Chimal Ortiz 

Foto: Mónica Loya Ramírez 

El Tío Carlos nació el 20 de septiembre de 1961, en la Ciudad de México. No sé la hora, pero a veces dicen que el nombre es un karma, que “Los Carlos” son muy atrabancados y no sé, muchas cosas.  

El Tío Carlos dejó su casa muy joven. Andaba con muchas chicas y le gustaba la fiesta. En esos pocos años creció con su hermana Sara. Eran los niños más consentidos del mundo. Les daban todo, tenían todo. Desgraciadamente la mamá de ellos falleció cuando eran muy pequeños. 

El Abuelo Carlos se volvió a casar y el Tío Carlos no lo soportó. 

Pasaron algunos años. Carlos y Sara jugaban dentro de una recamara donde guardaban cosas en cajas, ese cuarto o ese espacio donde todos guardamos valijas. Encontraron una caja llena de polvo. Se voltearon a ver con cara de curiosidad. O yo pienso que era una cara de cuando descubres algo valioso. Decidieron abrirla. En ese entonces Carlos tenía como 7 años y Sara como 9. En esa vieja caja encontraron unos documentos donde decía que ellos eran hijos de otra mujer. 

El Tío Carlos creció con una rebeldía bastante fuerte al saber que su padre se había casado con otra mujer. Unos años después nació su media hermana Celia. Sara fue muy feliz por tener una hermana menor, pero al Tío Carlos no le pareció. 

En el lapso en que ellos crecieron, el Tío Carlos se llevaba algunas cosas de la casa: comida, dinero, ropa, para cobijar a algunas novias que tenía. Él siempre repartía a toda la gente con la que se juntaba. A veces no era gente buena, pero él quería que todos estuvieran bien, en su entorno, en el cual ya no figuraban sus padres ni sus hermanas. 

Algunas veces entraba a hurtadillas por las noches y se llevaba algunas cosas de valor para compartir en su comunidad, que realmente no sabían si era suya. 

Llegó el día en que el Abuelo lo agarró con las manos en la masa y lo sentó en una silla: 

–Carlitos, nadie tiene la culpa de nada, así es la vida. Ya tienes 17 años y debes de saber que siempre seré tu padre y siempre te voy a amar. Esta es tu casa. No tienes por qué entrar a escondidas y llevarte cosas. Yo te amo. Eres una parte de mí, así como tus hermanas Sarita y Celita. 

“Debes de entender que la vida nos juega muchas jugarretas. Son pruebas para entender que seguimos vivos y, sobe todo, que tenemos un corazón, un corazón tan grande que tenemos para repartir. Así somos los latinos y sobre todo los Ortiz. Amamos a nuestra familia y damos todo por la familia.  

“Aquí tienes dos opciones: o te quedas y sigues las reglas, o te vas y con todo el dolor de mi corazón tendré que abrir esa puerta y dejarte ir. Te voy a dar 20 minutos para que pongas en una balanza lo que tienes aquí, o hacer lo que tu corazón te indique que, por lo visto, no está muy maduro. 

“Piénsalo hijo, pero debes de saber que eres mi adoración y el hombre de la casa cuando yo me vaya. Tus hermanas te aman”. 

Cuando el Abuelo regresó para saber la opinión de su hijo Carlos, él ya no estaba. El abuelo cerró los ojos. Unas lágrimas le brotaron y se deslizaron por sus mejillas. Se sentó en su sillón y se puso a tocar guitarra. Se tomó un coñac y encendió un cigarro. Fumaba “Record”. El humo del cigarro hacía unas espirales medio raras. 

El Abuelo Carlos tenía el don de hacer viajes astrales. Era un apasionado de los ovnis y cosas paranormales. Esa noche, el humo de su cigarro dio unas espirales fuera de lo normal y él se quedó dormido en el sillón. Nunca le pasaba eso. En la madrugada se despertó y fue corriendo a la recamara de sus hijas. Las besó en la frente. Sudoroso, se dio cuenta de que sus hijos habían crecido. 

El esposo de Sara me platicaba que cuando iban al cine, mandaban al Tío Carlos de “chaperón” y tenía sus costos. Algo así como: 

Un Beso= un juguete. 

Un beso y caricia = juguete y hamburguesa con papas, por así decirlo. Que si no le daba eso, iba a ir corriendo a acusarlos por hacer ese tipo de “cosas sexuales”. 

Hasta que un día Sara fue y le reclamó al Abuelo que no era posible que el Tío Carlos extorsionara a su novio cada vez que salían juntos: 

“Papi, estoy hasta la madre que cada vez que le quiero dar un beso a mi novio, este cabrón me diga que me va a acusar contigo y le saque algún dinero o algo a mi novio. No es posible”. 

Sarita arrugaba su cuello por el coraje que hacía, que a la fecha lo sigue haciendo cuando se enoja. 

El abuelo comprendió que eso era una estafa y habló con el Tío Carlos… creo que ahí fue cuando estalló la bomba. 

Pasó poco tiempo para que el cáncer se acabara al Abuelo. Ese día que falleció, el día que el Tío Carlos regresó y lloró lágrimas de sangre sobre su tumba… golpeaba el ataúd y le preguntaba “¿¡por qué!?”  

El Tío Carlos nunca entendió o supo entender que la vida debe de seguir. 

Algunas veces se comunicaba con su hermana Sara, ya mayor. Le decía que lo acababan de operar o había tenido un accidente. La mayoría de las veces estaba borracho aunque, pensándolo bien, era su forma de hablar. Yo hablo así y también piensan que estoy borracho. Todos dicen que somos deslenguados. 

Tengo mucho parecido al Tío Carlos. Hace algunos años me escribía con él y me decía que escribía para un periódico y que tenía varios hijos, Yanko y Daniel, a los que no conozco (entre otros). Me contaba que eran el amor de su vida. Yo sí le entendía perfectamente porque hablo como él.  

De hecho, me parezco mucho al tío Carlos, porque además de tener su nombre, como mi abuelo, y el apellido Ortiz, me encanta la cerveza, la fiesta, la bohemia, las mujeres y, sobre todo, que fue un gran hombre. Sé que fue un gran padre de familia y también que cuando iba a hacer caca se quitaba casi toda la ropa como yo, para estar más cómodos. 

El 8 de agosto de 2020 mi mamá me dijo que había fallecido el tío Carlos, en Durango. Se sintió mal y lo internaron en una clínica de la cual ya no salió. 

Fue a mi fiesta en el Parque de las Américas cuando yo cumplí dos años. Me cargó y me abrazó muy fuerte. Me dijo: “Te quiero sobrino. Espero que seas como yo: igual de chingón”.  

Jamás lo volví a ver.  

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