Una isla en el continente; el cine artesanal de Juan Pablo Miquirray

Por Rivelino Rueda 

Los primeros, los originarios, los dueños de estos desiertos, de estos mares, de estos soles, de estos peces, de estos mamíferos terrestres, “sintieron una gran necesidad por pintar, en un esfuerzo titánico contra el telón del desierto”.  

Juan Pablo Miquirray, director, fotógrafo, productor y guionista, descubre y plasma esa necesidad en el documental Una isla en el continente (México, 2019): el enorme cosquilleo de narrar, con argumentos audiovisuales, ese titánico esfuerzo de contar historias entrañables, desgarradoras, virtuosas por sí mismas, a través de un inconmensurable trabajo cinematográfico en la península de Baja California. 

La pieza de Miquirray Soto –que se presenta en el Festival Film Latino y que está disponible hasta este sábado 22 de agosto en https://www.filminlatino.mx/player?type=film&mediaId=5920 – es el redescubrimiento de uno de los territorios más inhóspitos de México, de un sitio milenario, sagrado, ancestral, vasto en biodiversidad y en riquezas naturales, pero también codiciado y disputado por compañías mineras, turísticas, salineras, inmobiliarias, tanto nacionales y extranjeras, y que incluso ha provocado en las últimas cuatro décadas la devastación de extensas zonas y el desplazamiento de pobladores de decenas de comunidades originarias. 

Pero el documental no sólo se queda en la mera denuncia. La obra de Juan Pablo Miquirray es un testimonio vasto en disciplinas como la geografía, la antropología, la arqueología, la sociología, la historia, la filosofía, la bioética, el periodismo, la poesía y las artes. En 69 minutos, el cineasta narra un cosmos único, en donde la fotografía, la musicalización, el sonido y el ritmo cronológico dejan, literalmente, sensaciones que van de la impotencia y la solidaridad, al placer, la paz y la esperanza. 

Y así es como se seduce: con la bóveda celeste en el desierto ancestral; con el trazo implacable del peñasco y el desfiladero; con el vibrante ruido de la corriente del río, del viento copulando con el cactus, la palmera y el huizache; con la ballena imponente y sabia; con la mantarraya fugaz y el alga rítmica de oleajes eternos. 

El sonido magnético en un territorio de rasgos indescifrables. La urgente necesidad del hombre de reencontrarse con la naturaleza. Los ritmos del tiempo, de la tierra, del agua, de la luz, del mar impasible, del sol eterno, de la niña despojada de sus tierras, del niño desplazado de sus aguas, del animal agraviado, del hombre gigante, de la pintura rupestre, del primero y del actual morador… del redescubrimiento de una isla en el continente. 

Juan Pablo Miquirray conjuga en este documental a un extraordinario equipo. Todos aportan dosis de arte desde sus respectivas trincheras. Kino Miquirray en la producción ejecutiva. Karl Lenin González y el propio Juan Pablo en la producción.  

Alfonso Mendoza cimienta, en la fotografía y el drone, una técnica de simbiosis perpetua, en donde cada imagen se puede palpar con las manos, y en donde la luz y las sombras taladran al espectador hasta encarnarse como tumor a la obra cinematográfica. Es de esas técnicas que envuelven para ya no salir. 

Rodrigo Frutos es una pieza clave que envuelve, de manera implacable, las distintas alegorías sonoras en cada uno de los ambientes donde se desarrollan las historias. En murmullos de mares, desiertos, cielos y cañadas que laten con uno, que vibran, que susurran, que respiran, que electrifican la piel y que apretujan el alma. 

Ana García, en la edición, marca el ritmo de un testimonio general insertado de diversas historias breves, bien contadas, con un planteamiento, desarrollo y conclusión extraordinariamente definidos; con pautas filosas, soberbias, de contrastes vibrantes, etéreos, pero a la vez eternos.  

La música original, a cargo de Gabriel Diazmercado, materializa una pieza cinematográfica que parece haberse concebido en un sueño remoto. Son vendavales acústicos de planicies desérticas, de cuevas milenarias, de arroyos cristalinos que arrastran piedras preciosas; de cascadas de cardúmenes, de ritos de hombres y mujeres inmortalizados en los colores del carbón y de la sangre. 

Una isla en el continente es la narración milenaria de un extenso territorio de 1,300 kilómetros de largo y en algunos puntos de no más de 45 kilómetros de ancho, que se desplaza hacia el norte a razón de 6 centímetros al año –y que se calcula que en 50 millones de años flotará cerca de Alaska–, en donde sus primeros moradores sintieron la enorme necesidad de contar historias a través de gigantescas pinturas rupestres. 

Juan Pablo Miquirray asumió la responsabilidad de tomar esa estafeta que se ha pasado de generación tras generación (unos dicen que desde hace 7 millones de años) para narrar el trozo de historia que le corresponde –a él y a este sitio llamado península de Baja California—, por medio del lenguaje cinematográfico, pero sobre todo a través de un testimonio puntual, humano, empático y contemporáneo, en una de las zonas más ricas de la tierra en materia de biodiversidad y recursos minerales del subsuelo y, por ello, una de las regiones más codiciadas por la voracidad del modelo de desarrollo capitalista. 

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