Miriam Mabel Martínez
A los 17 no era como Jacqueline, la chica detrás de escritorio sobre la que canta la banda escocesa Franz Ferdinard, sí era, como describen Los Ángeles Azules, “una mujer que aún es una niña”, y también desde mi inocencia a veces me preguntaba “¿qué si eso es el amor, qué si eso es el amor?”, aunque no precisamente a mi novio, sino a mi hermana, quien a sus veintes tempranos creía que su hermanita sufría la misma enfermedad (“Tengo 17 años, qué enfermedad sí, sí, sí, sí”) que Rocío Durcal y que, al igual que ellas, me curaría a los 18 con la promesa de volverme una dama. Para mi amorosa hermana, yo debía celebrar la suerte del primer amor.
Cómo yo, a esa edad en la que se es la cosa más linda, podía inferir qué era eso de estar enamorada. Por suerte estaba ella, una erúdita en el amor romántico aprendido en las revistas Jazmín y Susy, secretos del corazón, para detallar cada síntoma ese amor mutuo tan profundo, lo más grande de este mundo que dictaba el maestro Armando Manzanero. ¿Era yo una renegada? ¿Era capaz de confundir mi cuerpo con mi alma al estilo del cantante español Raphael? ¿Cómo no iba yo a recordar los versos de mi infancia si mi Barbie favorita seguía ocupando un lugar primordial en mi habitación? Si ni siquiera sabía si le había devuelto la ilusión a mi novio con sólo una sonrisa. Las explicaciones de mi sisterna, apoyada en canciones populares, me resultaban tan absurdas como la respuesta del doctor cuando le pregunté sobre los síntomas de la gastritis. Lo que sí sé, desde aquella época, es que tanto el amor como la gastritis me ponen mal.
En ese tiempo, cuando yo era como dice la canción de Sonny Boy Williamson II, “so young and pretty”, que mi novio no necesitaba “nobody else” y aunque amaba mi inocencia, no así mis errores. Errores que más bien eran mis modos, no porque no fuera grácil y educada, sino porque educadamente decía “no, gracias” y tenía la mala costumbre de decir lo que pensaba. A sus 21 años, aquel joven lleno de testosterona, no entendía por qué una menor de edad se atrevía a “corregirlo” sobre música o a expresar su opinión en sus comidas familiares. Mi “osadía” le parecía graciosa a mi suegro, mientras que a mi suegra le ponía los pelos de punta; definitivamente esa larguirucha no era la mujer que podría cuidar a su hijo como se merecía.
Y no se equivocó. Si bien a mis 17 años temblaba de miedo pensando que “nunca había sentido una sensación así” en mi vida, este temblor no era precisamente provocado por el amor sino por la frustración, que he ido calmando poco a poco a fuerza de la paciente observancia del género masculino.
Más que retarlos o retratarlos, me intriga por qué suponen que a una “mujer no se le entiende, sino se le abraza, se le besa, se le piensa, se le ama, se le escribe y se le consiente”. Desde entonces me pregunto por qué no se le mira y se le escucha. Así, empecé a recopilar, casi instintivamente, frases y acciones que bauticé “ego lindo”. Un ego lindo que va más allá de la vanidad excesiva que, en un acto de generosidad, los hombres han decidido es una práctica (defecto) ejercida exclusivamente por las mujeres (ya se sabe que “la sinceridad de tu espejo fiel puso vanidad en ti”). Un ego lindo que exhibe que nosotras estamos para adorarlos, para advinarles el pensamiento, para competir y “atraparlos”, y después presumir que somos las ganonas, aunque ellos se nos escapen y aprendamos que es una pena tenerlos y no poder disfrutarlos.
La colección es amplia y varía dependiendo de la edad, claro, de las mujeres, lo cierto es que siempre nos hará falta un buen revolcón para que no tengamos cara de malcogidas ni para tener humor de menopaúsicas. ¡Ah!, y por si fuera poco siempre será nuestra culpa lo que sea, por lo que necesitamos quien nos dome. Pinches viejas que piden a gritos un soplamocos, porque cómo va a ser que queramos tener una pareja para acompañarnos en la vida. No, nosotras requerimos orden, no salirnos del huacal, un macho que nos controle, nos amarre para que estemos calladitas cuidando la familia feliz (aunque se empeñe la felicidad y la independencia propias) y verificando que ninguna “forastera” cabalgue en el status quo, ese que dice que el trabajo en el hogar no sólo es gratis, sino que nos compromete a aguantar cualquier reclamo de quien paga, para que mande sobre nuestra intranquilidad y robe nuestra autonomía.
Desde esos inocentes 17 años no ha dejado de sorprenderme la falta de ingenio de ese ego lindo que repite exigencias de las que ellos están excentos, porque las que tienen el mal gusto de tener exceso de carnes o carencia de ellas somos nosotras, cómo se nos ocurre a las planas no operarnos para gustarles.
Si la culpa es de una, caray. Si el hombre no nos abandona nomás porque sí, si es una la incapaz de retenerlo con las artes del amor y de la obediencia. Ah, pero ahí va una de necia y de floja sin hacer nada, haciendo repelar al pobre muchacho que desoyó los consejos de la mama, que le advertía “no la busques muy bonita porque al pasar el tiempo se le quita”. No, pues, cómo si hasta las bonitas tiene la ocurrencia de envejecer. Así no se puede, si nomás se nos pide cumplamos con lo que le corresponde a nuestro sexo, que incluyen las tareas domésticas, del cuidado, cuidar la figura, el maquillaje, estar a la moda, claro con el dinero que una genere porque las chicas de hoy débiles o fuertes, todas diferentes, tan independientes practicamos el dutch deal como corresponde a la mujer cosmopolita. Queda claro que las que tienen la obligación de cambiar somos nosotras, así lo dicta el ego lindo.
Entre el genio que nos cargamos, la menstruación, las hormonas, la creencia de que somos nuestras peores enemigas y la esquizofrenia de “las mujeres podremos odiarnos, pero nunca nos haremos daño”, hemos crecido alimentando ese ego lindo que no discrimina clase social. Siempre peleándonos por ellos, exacerbando la idea de que si no logramos “cazar” a alguno somos perdedoras, mientras desde el pedestal ellos deciden a quién hacerle el favor, total, como dijo un ex compañero de trabajo “los hombres podremos tener una novia o esposa, pero lo importante es que siempre tendremos ex novias”. “¿Y qué te hace pensar que una ex añora a su ex?”, lo reté. Mi colega se quedó callado; tan callado, como un amigo de esos progresistas, educados, creativos (que van por la vida exhibiendo el gran partidazo que son) que días posteriores a la marcha del 8M me preguntó cómo me había ido. Ante tal empatía, le conté acerca de mi fascinación por las anarcofeministas, la cual iba del miedo a la admiración pasando por la extrañeza y el festejo, “qué te puedo decir… intrigantes, casi mágica su energía guerrera…”, antes de que pudiera terminar la frase me interrumpió: “de seguro pura lesbiana”. Lo miré no con odio ni con compasión ni con reclamo ni azoro, sino como una antropóloga en trabajo de campo rastreando la permanencia de un ego lindo incapaz de reinventarse ni de adaptarse. “Sí, claro, como les rompieron el corazón ahora ellas rompen vidrios”, le di un beso en la mejilla y me fui, como le dije, a hacer lo propio.