Discusiones ciegas

Karenina Díaz Menchaca

Entra una pareja  a la pizzería. Discuten. “A mí no me van a decir nada, porque soy invidente”, grita. Minutos antes el encargado pedía a unos jóvenes que apenas intentaban atravesar el umbral del local que no se les permitiría el acceso sin cubrebocas. Otra pareja  amablemente hizo la compra por ellos. Chicos,  inconscientes que andaban por las  calles sin protección,  alegres, despreocupados, como si por sí sola la edad los librara del virus, un poco desaseados, pero a la vez cansados, claramente venían de un día afanoso.

Nosotras esperábamos pacientes, alejadas, pero no tanto, sólo lo suficiente de lo que han llamado ‘sana distancia’. Una pizza alegra los espíritus domingueros y mi madre sería feliz por esa visita que se alargó como su otrora quinceañera cabellera.

“Ya cállate mujer”, “yo soy el que tengo que pagar”, “a mí me van a pedir el número”, tratando de controlar la ira, con un tono de  voz como si ésta fuera la mirada. Visiblemente harto, sostenido por un bastón que torpemente podía fijar en el suelo, sus piernas se doblaban a cada paso  y aún faltaba por llegar a donde lo aguardaría el encargado en cobrar las pizzas. Su acompañante, que pudo ser su mujer o su hermana o alguien tan cercana a quien no le dejó tregua para dejarla en ridículo, le insistía en que lo sacarían del lugar. “A mí no me van a hacer nada”. “Soy invidente”, reiteraba.

Pensaba en mi madre y en la posibilidad de que no le gustara la pizza. Ella amaba salir a comer, sacarla de su aislamiento autoinfligido no ha sido fácil, pero cuando se trataba de visitar restaurantes y darse un atracón nunca ha puesto ‘peros’. Estamos en cuarentena y no queda de otra, además preparé una  ensalada,  mi única especialidad, así que no debía quejarse. Eso espero.

Al parecer hay otra mujer que los acompaña, la que finalmente se acerca a la caja. Le pide el nip. El hombre en posición de esgrimista a punto de dar la estocada, está esperando a que el encargado le diga que no puede estar ahí y nervioso saca la tarjeta de su billetera vieja para ofrecerla  al muchacho quien lo miraba desconfiando. La mujer que está detrás de él y quien se va cansando de alegar, se va haciendo más pequeña y sabe que una vez más perdió la batalla. El encargado estuvo a punto, lo sé. Quizás no quiso ser parte de otro ‘numerito’. Los necios, no importa su condición, nunca dejarán de serlo.

En el fondo yo deseaba que lo corrieran, todos ahí teníamos cubrebocas, pero él era intocable. Yo me hacía cientos de preguntas en silencio, pero me quedé como una testigo atónita de los sentimientos encontrados. Hay días que una no quiere discutir con nadie y era domingo. El machismo permeó el sitio mezclado con olores a tomate y especias. ¿Habré hecho bien en comprar una pizza dividida por un lado de pepperoni y por el otro sólo de aceitunas? ¿Habrá sido buena idea sólo una, conociendo el apetito de mi madre, a quien por cierto la quiero tener a dieta de carbohidratos?

Llegamos y su sonrisa fue la de una mujer que acababa de despertar. Se fue poniendo de mejor humor una vez estuvimos comiendo y viendo el televisor. Se sirvió dos rebanadas casi al mismo tiempo. Le dije que alcanzaría perfectamente para las tres, pero todos tenemos un poco de egoístas, pensé, mientras esperaba mi turno para tener el control de los canales del televisor. Vimos Ben-hur, casi 4 horas pegadas como chicle en una versión moderna.  Sin la presencia de Charlton Heston ya nada podía ser peor.

Acabé el día con alguna que otra reflexión: ¿Será que la discapacidad nos haga inmunes?, o ¿será que…. No olvídenlo, no quiero sonar políticamente incorrecta.

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