Por Rivelino Rueda
(…) y respira la madrugada de la ciudad,
el vapor de trenes,
la somnolencia de la carne,
los tufos de gasolina y alcohol
y la voz de Ixca Cienfuegos,
que corre,
con el tumulto silencioso
de todos los recuerdos,
entre el polvo de la ciudad,
quisiera tocar los dedos
de Gladys García y decirle,
sólo decirle:
Aquí nos tocó.
Qué le vamos a hacer.
En la región más transparente del aire.
Carlos Fuentes/La región más transparente
Los terremotos en la Ciudad de México siempre han venido acompañados de un anuncio previo. En la noche del 18 de septiembre de 1985 cayó un aguacero memorable. El torrente reblandeció las estructuras que, horas después, cederían a una potente explosión de tierra.
El cataclismo del 7 de septiembre de 2017, en Chiapas, fue el preludio del violento sismo del 19 de septiembre de 2017.
Un relámpago madre el lunes a las seis de la mañana y una peste que suma 22,584 decesos fue la advertencia en esta nueva sacudida de tierra. A las 10:33 de la mañana del martes 23 de junio de 2020 nos reencontramos de nuevo con nuestro terror más arraigado.
El miedo más profundo de los chilangos se concretó en medio de uno de los momentos más críticos en la historia contemporánea de México. Hoy, cincuenta segundos marcaron la diferencia. Esos segundos que faltaron en nuestros terremotos pasados, esos que barrieron en olas de energía y saña miles de vidas, edificios, vecindades, casas, escuelas, de sueños truncados. Esos que han ido moldeando nuestra relación más extraña, más tóxica, más estrecha con los devastadores terremotos.
Pero esta vez nos agarró más vulnerables. En un sueño de telarañas y polvos remotos. Esta vez la sacudida nos agarró en épocas soñolientas y de encierros herméticos.
El crujir de la tierra esta vez nos agarró indefensos, sin poder abrazarnos, sin poder apretujar espaldas, manos, ni brazos; sin soltar el hilo invisible de nuestro infinito miedo por la otra tragedia, por la de la plaga asesina.
Y aquí seguimos aferrados a la ciudad. No importan los flagelos ni los tormentos. No importan los estropicios acumulados. No importa el pedernal, ni la espada, ni la viruela, ni las hambrunas, ni los chamuscados, ni los ahogados, ni el “sarscovdos”.
Aquí seguimos porque nuestra relación con esta tierra cenagosa es precisamente una epidemia antigua, basada en la dependencia y el odio amoroso.
Y sí. Luego de los espasmos tectónicos los mismos hábitos. La falta de hambre. El café amargo. La punzada en las sienes. El mareo permanente. La sensación implacable de vulnerabilidad. Los párpados pesados. La angustia suplantando a la sangre. El tufillo metálico de la incertidumbre.
Y luego el recuerdo del cubrebocas como símbolo de nuestras tragedias. Y luego el tumulto en semáforo rojo. Y luego la incomunicación y la saturación de las redes.
Y luego la versión del 7.1 y luego el reacomodo a 7.5. Y luego el epicentro en La Crucecita, Oaxaca. Y luego el recuerdo de la réplica del 20 de septiembre de 1985, también de 7.5.
Nos llegó el miedo por donde más duele. Nos llegó ensimismados en otra tragedia. Nos llegó así nomás, recordándonos que somos de una misma especie…
Nos llegó el miedo cuchicheando en nuestros oídos que no estamos solos; que quizá no nos alcance la memoria para terremotos en épocas de peste, pero también para recordarnos que aquí están, que tenemos todavía mucha historia a su lado, que somos dependientes de su marea amorosa de destrucción…
…
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