Por Rivelino Rueda
Cuando despertaron,
ya con el sol alto,
se quedaron pasmados
de fascinación.
Frente a ellos, rodeado
de helechos y palmeras,
blanco y polvoriento
en la silenciosa luz de la mañana,
estaba el enorme galeón español.
Ligeramente volteado a estribor,
de su arboladura intacta
colgaban las piltrafas escuálidas
del velamen,
entre jarcias
adornadas de orquídeas.
Gabriel García Márquez/Cien años de soledad
Parece un majestuoso galeón de corsarios encallado por siglos en palacios de arrecifes rosados. El mástil despojado de velas e insignias, las heridas de los bergantines a los costados, los náufragos todavía flotando en el casco luminoso de la nave de otros tiempos.
El silencio electrizante de una cubierta sin áncoras, sin botavaras, sin timón. El Zócalo parece barco hundido en un mar de peste bíblica.
La plaza del bullicio, del grito ensordecedor, del decibel gandalla, de la parafernalia del poderoso-nuevo-rico-con-los-recursos-del-pueblo; la plancha del anafre y el ritual, del olor a copal y orines, de la madriza al estudiante en la Macha de las Antorchas del sesentaiocho.
La plaza de la bomba molotov al presidente, de las carpas por los fraudes electorales, de la bandera gringa ondeando vergonzosa en el mástil central, del sacrificio con el pedernal y de la pira humeante con el indio chamuscándose…
Hoy nada. Silencio. Al menos en la Decena Trágica había cadáveres esparcidos a lo largo y ancho de ese galeón viejo.
Hoy nada. Hoy un silencio astral por la plaga. Sólo unos cinco choferes de bicitaxis soñolientos a un costado del costillar herido y calcinado de la carabela, por donde se dibuja la Catedral Metropolitana.
Y en la proa dos soldaditos aburridos y acalorados detrás de unas vallas de metal que rodean la llamada casa del pueblo, que nunca ha sido del pueblo. Nunca.
En la cresta, frente al balcón del poder absoluto, la única evidencia de que el naufragio no es total. El campamento de madres de hijas e hijos desaparecidos en océanos de terror y barbarie. La dignidad. La flama incandescente. La tenaz lucha por justicia.
La inagotable búsqueda hasta encontrarlos. Ocho días, ocho noches y lo que falte de navegar. Porque, como diría León Felipe, “el tesoro que buscamos, capitán, no está en el cerro del puerto, sino en el fondo del mar”.
Y hacia el poniente el sol estático. La ventisca de medusas y algas viejas que se cuelan por la calle de Madero.
El aroma a polvo viejo. A escudo y espada. A macuahuitl y punta de obsidiana. A pólvora insurgente, realista, yanqui, imperial, republicana, conservadora, porfiriana, revolucionaria, paternalista, populista, genocida y autoritaria…
Sangre y pólvora. Entraña y masa encefálica. Peste letal que, este sábado de junio, contabiliza 16,872 mujeres y hombres fulminados por el “sarscovdos”.
El Zócalo como una dársena quieta. Sin espasmos de historia. Adormilado y herido de muerte. Sin las recuas que lo han cincelado como un ombligo lunar. Con una alfombra de caliche indómita en otros tiempos y hoy desierta por la plaga letal, ponzoñosa, ruin.
La embarcación solitaria se ladea hacia la Cruz del Sur, sin insignias y sin glorias, enclavada en palacios atónitos de silencio, de aburrimiento, de abandono y miedo.
La plaza soporta el peso del galeón majestuoso. De un naufragio sin sobrevivientes, sin testigos, sin ecos…
La muerte en el ambiente. El bullicio tenue que sigue después del huracán y del terremoto. El luto cerrado, furioso, a escondidas. De nuevo la tragedia a cuestas, el cuerpo frío, los labios violáceos, la última bocanada de la peste.
…
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