Por Rivelino Rueda
La mujer había comenzado a llorar.
Un débil ruido de dolor parecía escapársele
cada vez que respiraba.
Sus ojos estaban secos,
hundidos en unas ojeras profundas.
Traía un vestido muy desgastado,
que había sido azul,
y unas sandalias amarillas de plástico.
Sólo sus manos temblaban, nerviosas.
–Aquí no tenemos a nadie con ese nombre
–repitió el soldado.
Carlos Montemayor/Guerra en el Paraíso
Luego de la masacre en la estación de ferrocarril de Macondo, Gabriel García Márquez narra en su novela más grande, Cien años de soledad, el febril deseo de muchos en la peste más devastadora en la tierra después de un siglo, el de ver crecer en los árboles, en los postes, en los semáforos, en los tendederos, miles y miles de cadáveres…
El de insistir que se esconden muertos y se falsifican actas de defunción… El de suplicar por el caos, el de saborear el aroma agridulce de cientos de cuerpos putrefactos apilados en las calles…
Dice el de Aracataca:
Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso de otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumbarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano.
La necesidad, la urgencia de tener más muertos. Los decesos se cuentan ya por miles. Son 6.510 y casi 9,000 por confirmar. La histórica exigencia de más muertos. En el conflicto ferrocarrilero. En el Movimiento Estudiantil de 1968. En la guerra sucia de la década de los setenta. En los terremotos de 1985. En el levantamiento zapatista de 1994. En el regateo a las cifras de desaparecidos y asesinados en la guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón. En la peste de hoy.
Si la cifra de decesos no cumple las expectativas de los de siempre, “se están escondiendo muertos, se están ocultando cadáveres, se están manipulando cifras”. Si la cifra de decesos es alta, como ahora, “las cosas no se hicieron bien, se los dijimos desde que empezó todo, son unos asesinos irresponsables, sabemos más que los expertos en epidemiología”.
Lógica de matarife cuando escasea la víscera y el retazo con hueso. Lógica que aspirar a escenas de fosas comunes e incineraciones clandestinas. El deseo de ver las escenas de cuerpos apilados en estadios acondicionados como morgues, como ocurrió en los sismos del ochentaicinco en el desaparecido Parque de Béisbol del Seguro Social, hoy Parque Delta.
Aspirar al hedor a muerte en las calles. A las zanjas que se abrieron en 1985 a los costados de la autopista México-Puebla para echar los bultos mortuorios de la pedacería de miles de cuerpos cercenados tras el aplastamiento de millones de toneladas de concreto y varilla. Añorar los hornos crematorios del Campo Militar Número Uno.
Titulares con los que nunca se está satisfecho (o sí, dependiendo el nivel de mezquindad). “México ya es noveno lugar en número de muertes por Covid-19”. Exigir toques de queda para respetar el confinamiento. Criticar la militarización del país. “Manipulan cifras; los muertos son cinco veces más”.
La doble moral. El aguijonazo de la hipocresía. Reducir salarios. Recortar personal. Señalar esas prácticas ruines en los “otros”. Nunca en ellos. Socializar las pérdidas. Acaparar las ganancias. Pedir más muertos. Exigir más muertos. Reclamar “cifras manipuladas”, “ocultamiento de cadáveres”, “medidas fuera de tiempo”. Priorizar el lucro por encima de la tragedia.
Alarmar y crear miedos. Afianzar la histeria colectiva como estrategia de marketing. Politizar una emergencia sanitaria en un país donde los decesos totales en 2018, según cifras del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi) fueron de 722,611, de las cuales 66,032 fueron por enfermedades del aparato respiratorio, 27,936 por neumonías y 23,414 por enfermedades pulmonares obstructivas.
Y sí. La peste vende y vende bien en los mismos mezquinos de siempre.
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