Por Rivelino Rueda La mujer había comenzado a llorar. Un débil ruido de dolor parecía escapársele cada vez que respiraba. Sus ojos estaban secos, hundidos en unas ojeras profundas. Traía un vestido muy desgastado, que había sido azul, y unas sandalias amarillas de plástico. Sólo sus manos temblaban, nerviosas. –Aquí no tenemos a nadie con ese nombre –repitió el soldado. Carlos Montemayor/Guerra en el Paraíso Luego de la masacre en la estación de ferrocarril de Macondo, Gabriel García Márquez narra en su novela más grande, Cien años de soledad, el febril…