Día 63: Camila y Kamila doblegan a la peste con imaginación

Por Rivelino Rueda

El pensamiento, sin embargo,

poderoso como es,

nada puede contra

la rebeldía de la emoción.

No podemos no sentir,

como podemos no andar.

Así asisto, y asistí siempre,

desde que me recuerdo

sintiendo con las emociones

más nobles,

al dolor, la injusticia

y la miseria que hay en el mundo.

Fernando Pessoa/La educación del estóico

Cuando uno es niño no se da cuenta. Ni siquiera en la adolescencia, ni en la juventud. Sólo cuando llega la llamada adultez se recuerdan estos momentos o, muy pocas veces, se recrean en la memoria. Un balcón, unas sábanas, agua y algún alimento y, por supuesto, un dispositivo móvil.

Hace algunas décadas, unas cuatro, ese ritual de comunicación lo hacíamos con dos botes de aluminio, un agujero en medio, y un hilo larguísimo. Así nos acerábamos más los unos a los otros. Pero bueno, esas son cosas de “chavorrucos”.

Y sí. Cuando uno es niño se queda extrañado cuando papá le dice que ese momento quedará grabado en su memoria para toda la vida. Ya sea por la situación de la pandemia o por la manera de sacarle provecho a la adversidad y transformarla en felicidad.

Camila tuvo un momento así. La peste está muy lejos de derrotar la innata imaginación en los niños, en este caso, en las niñas. No se sabe de quién fue la idea, pero esas horas marcarán a dos amigas que se conocieron desde los cuatro años. Hoy tienen diez. Y sí, son tocayas.

Kamila viene de vez en cuando al edificio a pasarla con sus abuelos, Sarita y Chimal. Ellos viven en el departamento 7. Camila y sus papás en el 2. Si uno ve de la calle, los balcones de Kamila y Camila están en diagonal. Es decir, el sol avanza del balcón de Kamila, al oriente, al balcón de Camila, al occidente.

Saben perfecto de la pandemia, de sus efectos letales y de las medidas que se tienen que tomar. Es normal que estén abrumadas por el aburrimiento, por las clases virtuales harto insustanciales, por las horas que pasan y la calle tan lejos y tan cerca.

Camila y Kamila se encontraron por los balcones. Se dijeron algo, se hicieron algunas señas (ellas conocen sus rituales) y se dispusieron a iniciar un encuentro que se prolongaría hasta después de la medianoche. Era la una de la tarde.

Saben de “Susana Distancia”, de confinamiento, de encierro, de cuarentenas, de lavado de manos, de gel antibacterial, de cubrebocas, de la inconmensurable situación que atraviesa el país en estos días. Las dos nacieron en 2009, el año de la pandemia por el virus de la influenza AH1N1.

A ellas les tocó este fenómeno epidemiológico. A sus padres y abuelos otras emergencias como terremotos, inundaciones, incendios, lluvia de cenizas volcánicas, cortes de agua, desabasto de alimentos. Nunca un encierro de estas dimensiones. Nunca cancelar la sensación de abrazarse, de darse ánimos con el contacto humano.

Platican de la peste, de cómo les ha ido en el encierro, de sus clases virtuales. Luego ven videos juntas, sincronizadas. Luego juegan videojuegos. Luego retoman la plática y hablan de las miles de cosas que hay que hablar. Luego alguien sale al balcón y se acuesta en el piso. Luego otra saca una colcha para mayor comodidad.

Luego una monta una sábana en el barandal del balcón para protegerse del sol. Luego alguien saca cojines y almohadas. Luego un banquito para colocar ahí lo que se está comiendo, lo que se está bebiendo. Luego las horas se extienden y se extienden y a las dos les da la medianoche. Luego a Camila de dice su papá que esos momentos nunca los va a olvidar…

No olvidar cómo se doma el aburrimiento con recreaciones de hechos históricos. El desembarco de los aliados en Normandía en la pileta de casa de los papás, con soldados de plástico del mercado, con jícaras como barcos acorazados, con botes de cloro como submarinos, con cajas de galletas como cuarteles.

Recrear el Grito de Dolores con un luchador de plástico representando a Miguel Hidalgo; una Barbie de Marifer, la hermana mayor, asumiendo el papel de Josefa Ortiz de Domínguez; una figura de chutagol como José María Morelos, y decenas de monos de todas las especies celebrando la insurrección.

O la Batalla del Castillo de Chapultepec en donde, a falta de Cerro del Chapulín, se daba un armado de desechos de cartón, unicel y plástico (mi padre fue tramitador aduanal en el Instituto Mexicano del Petróleo por 27 años y siempre había ese material en casa o en la combi blanca que manejaba) para poner en acción la beligerancia entre los ejércitos gringo y mexicano.

El problema también radicaba en que, a falta de figuras de cadetes del H. Colegio Militar, Juan Escutia, Francisco Montes de Oca o Agustín Melgar tenían que representarse con soldados gringos con cascos y fusiles de la Segunda Guerra Mundial o de marines de invasión yanqui en “defensa de la libertad”.

¿Cómo combatir el aburrimiento de niño cuando se es hija única, como en el caso de Camila, o el hijo menor que no está dentro de los intereses de diversión de los hermanos mayores? Sencillo. Imaginando. Esa es la respuesta que siempre ha recibido Camila.

Otros divertimentos en esa etapa (finales de los setenta y el primer lustro de la década de los ochenta del siglo pasado) era la de recrear mundiales de futbol en donde participaban todos los países del mundo, todos. Incluso, algunos ya no existen y llegaron a ser campeones en esos torneos imaginarios, como fue el caso de Yugoslavia.

Bien que mal. En esos juegos solitarios se fortaleció el reconocimiento de las banderas del mundo, las capitales de los países y la geografía en general. Por afinidades políticas de parte de la familia de papá, las copas del mundo regularmente eran ganadas por países como Cuba, Nicaragua o la Unión Soviética (la inolvidable CCCP). Alguna vez por ahí se la llevó México.

Eran eventos fascinantes. Hace algunos años todavía se conservaban unos tres cuadernos tamaño profesional con todos los pormenores de los mundiales de futbol, con banderas, mapas de cada país, marcadores, goleadores imaginarios y estadísticas.

Los torneos eran en la mesa y en la práctica. En dos vasos se colocaban números del cero al siete. Ya se había hecho un sorteo previo y organizado los grupos. En un encuentro (supongamos México contra Singapur) se sacaba un número de un vaso y otro del otro vaso. Ese era el marcador. Había partidos con resultados de siete cuatro.

Cuando había empate, la eliminación se definía en una ciudad ajena por medio del infalible método del giro del globo terráqueo y el dedo índice. Ahí, donde se detuviera la tierra, era el partido definitivo. No importaba si el encuentro se realizara en Ulan Bator, Mogadisco o San Salvador.

Luego ese resultado en la mesa se trasladaba al cuarto de los padres y de María Fernanda, la hermana de en medio, quien contaba con un inigualable arco que servía como portería. No pocas veces el enojo de Marifer era mayúsculo por los espejos rotos, las repisas inservibles y las manchas de balón en los “postes”.

Alguna vez, ensopado de aburrimiento en la fiesta de una amiga de mamá, el niño tomó un libro de la revista Life, esa que tenía unas fotos impresionantes. Era sobre la Gran Guerra. Ese hecho histórico era y es su pasión. Embobado con las imágenes y con la descripción, levantó la mirada cuando un hombre le quitó el libro de entre las piernas y le dijo: “Esto no es una biblioteca, aquí venimos a divertirnos”. Vaya.

No había pandemias. No había encierros. El hastío del confinamiento y la aburrición a tope se resolvían invariablemente con la imaginación. Hoy Camila y Kamila lo experimentan en carne propia en una situación extraordinaria, más allá de los 5.666 decesos, más allá de los 11,767 casos activos de contagio, más allá de la extensión de la cuarentena hasta el 15 de junio.

Chimal y Sarita, los abuelos de Kamila, van a la tienda y preguntan a Camila que si quiere algo. Camila pide unas papas enchilosas. Sarita y Chimal tocan la puerta del departamento de Camila. Camila abre la puerta y las papas están a la entrada, sobre el piso. Mónica, la mamá de Camila, va a la tienda y pregunta a Kamila que si se le ofrece algo. Kamila pide dulces. Mónica toca en la puerta del departamento de los abuelos de Kamila y deja el encargo en la entrada, sobre el piso.

Las niñas se despiden pasada la medianoche. Ya se les cierran los ojos. Se nota en sus rostros harta felicidad. Desmontan las casas de los balcones, cenan y se preparan para dormir. Son días, momentos, que seguramente Camila y Kamila llevarán para siembre en la memoria. Son los días de la peste… Pero la imaginación y la tenacidad de las niñas le ganaron hoy la partida a la plaga.

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