Día 55: Para el “Señor Gris” no existe la Covid-19, sólo existe la sed

Por Rivelino Rueda

Su mirada, su actitud,

el sonido de su voz,

sus intervalos entre una

y otra palabra,

su silencio, su menor gesto,

expresaban y revelaban

una sola idea:

el miedo.

Victor Hugo/Los miserables

No busca su reflejo en el charco pestilente de agua estancada por la tormenta de ayer. Tampoco observa el destello de su silueta en las ondulaciones que bailotean por las pavesas que descienden de los árboles más viejos.

Lo que tiene “El Señor Gris” es sed, siempre tiene sed y, de ese estanque de podredumbre, sacia su faringe disecada.

Se apoya en el huizache de corteza seca para deglutir los latigazos de microbios. El “Señor Gris” no sabe nada de pandemias, de virus ni de crisis epidemiológicas. El hombre que desde siempre se tragó sus palabras para aliviar el hambre, el que no dice una sola palabra, sólo sabe de sobrevivencia.

Nunca pide ayuda. No hace falta. Prefiere el terso aroma del polvo seco, el minúsculo tufo de los insectos. Lanzar piedras para tirar vainas de los árboles. Beber de los charcos. Enjuagarse los labios, la garganta, el rostro calcinado de olvidos remotos, los labios de grietas remotas. Prefiere estar solo, acurrucarse con millones de plagas.

Ese es su rumor cotidiano. Morir lentamente abrazando la telaraña y el polvo. Desmenuzar con infinita laboriosidad aguas turbias, árboles comestibles, plantas masticables, insectos benévolos. Ir y venir.

Aparecer y desaparecer. Girar una manivela invisible y escuchar sólo el ruido piedroso del crujido de dientes, el jadeo endurecido de los pulmones de mayo, el tintineo rítmico del babeo solar.

Es tanta la sed, es tanto el abandono, es tanta la angustia en el rostro, que los ojos desorbitados del hombre de arena buscan huir de la órbita que lo apabulla, de esconderse de algo, de alguien, de todos.

No habla. Nadie le conoce una palabra. Menos su nombre. Vive de limpiar jardineras nauseabundas de mierda, basura, vómitos y orines. También de borrar los rastros de las cagadas de palomas y todo tipo de aves de los parabrisas de los automóviles estacionados en las calles y avenidas de la colonia Narvarte.

Todo en el “Señor Gris” es incógnita, silencio, costra de tierra, maremoto de sudores. Todo en él es del color de la tempestad, del cielo cerrado, del firmamento de relámpagos: Su edad. Sus dolencias. Su hambre. Su sed. Sus sueños. Su desconexión de esta realidad absurda, deshumanizada, culera, bastarda. El “Señor Gris” hiede abandono.

El vaho que lo envuelve en los amaneceres de mayo se disipa entre partículas luminosas, celestiales. Entre mujeres y hombres que, a su paso, acomodan el cubrebocas y lo aprietan histéricamente contra la nariz. Personas medievales que, en su lógica, creen que el hombre es portador del virus por su aspecto.

Hombre y mujeres que, entre remolinos de muecas, gestos y náuseas quiméricas, caminan a tientas, con miedo, con todo el terror del cosmos en sus creencias fundamentalistas y clasistas.

Los zapatos tenis que calza son de una podredumbre cerrada, materializada en trozos de tela negruzca, puntiagudos, carcomidos por el asfalto y el lodo. Esos pedazos de miseria envuelven los pies del hombre de cabello, bigote y barba de alabastro.

Tiene un nombre que nadie conoce y que quizá nadie conozca. Tiene estampada en el rostro la angustia del abandono. Tiene el semblante de un animal perdido y unos surcos definidos al costado de sus pómulos, de esos que se forman por el constante andar de lágrimas saladas.

Tiene como únicas pertenencias un suéter raído de los codos, un pantalón de mezclilla impregnado de océanos de mugre, y una cobija de lana a cuadros que nunca despega de su hombro izquierdo.

Es de un gris profundo y hay ocasiones que, recargado en la pared, se confunde con las piedras.

La humedad de mayo hincha las vías respiratorias del hombre grisáceo. Los pulmones se saturan de flemas, de costras blancuzcas y negras, de sangre coagulada, de espumas viscosas, de mucosidad amarillenta, de venenos púrpura.

Es un licuado fermentado en partículas de intemperie. El sonido es monstruoso. El arqueo del cuerpo es abominable. La garganta explota en carraspeos de dolor. Sólo gestos. No hay ruidos.

Extirpa por boca, nariz y ojos, en jadeos prolongados, los primeros trozos de escamas secas. Él mismo se ayuda con apretones despiadados de las fosas nasales, con golpes certeros en el pecho, con tirones sobrenaturales en la tráquea.

Hace pausas para jalar aire. Son pequeñas muertes, colapsos momentáneos. Y ahí va de nuevo.

Continúa el suplicio. Acompasado. Infernal. No habla. No emite un solo gemido. El dolor se concentra en sus ojillos moribundos. Tiene miedo. El rostro es un enjambre, un laberinto, un afluente de millones de ríos de lágrimas. Aunque llueve, se distingue perfectamente el agua salada del agua dulce, como las desembocaduras de los caudalosos ríos en la mar.

El “Señor Gris” regurgita abandonos. Alguien le acerca una infusión caliente y huye. Se esconde. Tiene miedo. No habla. Nadie sabe su nombre. Sólo huye. Huye de lo que sabe que es peligroso. Huye de hombres y mujeres ciegas, apáticas. No sabe de pandemias. No sabe de pestes. Sólo busca por instinto saciar su sed milenaria en charcos de agua estancada y comer algo que caiga de los árboles…

Día 55 de la pandemia. Hasta este lunes se han presentado 111 decesos de personal médico de distintas instituciones de salud, así como 8,544 médicos, enfermeras, laboratoristas o paramédicos contagiados.

Los decesos registrados en las últimas 24 horas suman 108, luego de que el domingo en la noche se reportaron 3,465 defunciones acumuladas, y ayer 3,573. El número de “defunciones sospechosas” es de 259.

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