Por Rivelino Rueda
Así habló,
y Hefesto aprestó el fuego
por el dios encendido.
Primero, en el llano
el fuego se encendió,
y ardió a los cadáveres,
muchos,
que allí mismo asaz había,
a quien matara Aquileo.
Homero/La Ilíada
Trescientas cincuentaitrés muertes en un día es más o menos equiparable al número total de decesos que se registraron en el terremoto del 19 de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, Morelos y Puebla. Sólo trece menos.
Uno nunca se acostumbra a contabilizar el vacío. A pasar la bolita roja de izquierda a derecha, como si fuera un ábaco. No.
Cada deceso resquebraja. Atormenta. Devasta. La jornada pandémica del 12 de mayo de 2020 fue especialmente artera, profundamente ruin. Las tragedias también tienen cierto grado de ensañamiento, de perlesía incontenible.
Las alas entumidas, ciegas. No levantamos el vuelo. Los nidos de aves se revientan en asfaltos carbonizados por la gran plaga de primavera. Los embriones de los pájaros se disecan en pelusas de ceniza.
Es un símil de lo que ocurre en los relojes humanos, los que marcan cuatro muertes por la peste cada veinticuatro horas. El polvillo blanco de los cascarones nonatos genera peleas brutales entre gatos y alcaravanes.
La carroña que hiede miseria, que saca a relucir lo más ruin de los seres vivos. La búsqueda de la tragedia como trofeo de guerra. Las cifras negras que elevan rumores de hienas y chacales. La brevedad del silencio, del dolor mudo. Las sirenas de ambulancias que no cesan, que ensordecen, que orillan a vahídos de impotencia.
Ulular estático. Silencio escalofriante. Un grillo que cumple medio siglo atrapado en la grieta del balcón. El ir y venir de las ambulancias sobre Viaducto Río de la Piedad. El paso obligado a la zona de hospitales de la Colonia Doctores.
Silencio. Otro nido cae. El sonido seco de los embriones estrellándose contra el asfalto, ahora húmedo por la reciente lluvia metálica de mayo. Trescientas cincuentaitrés muertes en un día. El reloj avanza. Las hienas al acecho.
Una plaga silenciosa, invisible, monótona en su sadismo. El miedo tibio, recién sacado del horno, recién sazonado en un fogón de hartazgo.
Los murmullos aceitosos de las madrugadas. Las historias truncas, las historias por contar; la peste letal, somnífera, artera, invencible…