Por Rivelino Rueda
La fraternidad que soldaba nuestras vidas
hacía superfluos e irrisorios
todos los lazos que hubiéramos
podido forjarnos.
¿Para qué, por ejemplo,
vivir bajo un mismo techo
cuando el mundo era
nuestra propiedad común?
Un solo proyecto nos animaba:
abrazarlo todo
y testimoniar de todo.
Simone De Beauvoir/La plenitud de la vida
Qué poco aguantan los nervios y la paciencia para un ser humano enjaulado, confinado a sortearse él mismo y supuestamente a los que más quiere. Qué límites tan cortos de tolerancia con uno mismo en el encierro. Qué pocos espejos hay en las habitaciones de la mente. Qué insignificantes somos cuando nos conocemos en cuatro paredes.
La pandemia nos ha desnudado. Los gritos se asoman electrizantes detrás de portones y ventanales estáticos. Enerva el cositeo de los insectos. Despedaza los nervios el sonido de la atarjea. No nos conocemos.
Nunca nos hemos conocido. En el confinamiento comenzamos a hacerlo, poco, pero lo hemos hecho. Y sí. Las horas de pandemia, sus insomnios y sus comidas a deshoras, nos han enseñado lo abominables y ruines que somos.
“¡Que con una chingada! ¡Si no me devuelves la pantalla voy en este momento por ella y te armo un desmadre pinche vieja!” El hombre gesticula y amenaza desde su teléfono móvil. Está colocado entre dos camionetas de mudanza en la esquina de Doctor Andrade y Concepción Méndez. Violenta y agrede. Manotea. Balbucea sandeces de cuarentena.
La mujer de la fila de las tortilla le comenta a Pilar, la despachadora de los discos de maíz, que el sujeto fue a patear su puerta a las cuatro de la madrugada. “¡Ya no sé qué hacer!” “¡Estaban ahí los niños y a él no le importó despertarlos con sus gritos de borracho!” “¡Que quiere regresar a su casa! ¡Dice que todavía es su casa!”
Tantea unos aguacates. Toma una salsa verde en vaso de plástico. Aspira el aroma hirviente del nixtamal, que pica la nariz e inyecta los ojos. El encierro trastorna. El encierro desfigura los diámetros de la realidad. La mujer se despide de Pilar y se enfila hacia un confinamiento incierto, peligroso, brutal.
“¡No supiste con quién te metías! ¿Verdad, cabrón? Yo nada más te digo que ya te cargó la chingada”. La luz encendida en lo que parece un cuarto de biblioteca expresa la histeria del encierro. Una calle vacía a la una de la madrugada, la de Doctor Barragán, se estremece con los gritos prepotentes de un hombre fuera de sí.
El goteo de los arbustos tras la tormenta acompañan los alaridos de animal encerrado, de rata atrapada en el papel de goma adherente, de puerco en camión de redilas. El encierro desnuda. Atrapa en cuartos de espejos cóncavos y convexos.
Un bebé berrea lamentos escalofriantes. La pareja del piso tres manotea detrás del enorme ventanal. Los lastimeros ruidos guturales fracturan la noche enmohecida de mayo. La insoportable soledad interna.
La venganza enclaustrada por años. La hora de sacar todos los demonios acumulados en la pandemia. Todo el odio contra el otro, contra uno mismo, contra lo que nos rodea.
Vahos remotos en amaneceres de encierro. Desde puertas. Desde balcones con grietas. Desde esquinas desiertas. Desde ventanales empañados… El confinamiento persiste. La paciencia ya se agota, causa estragos, se va extinguiendo como ese cigarro, como esa persona intubada, como esa última exhalación anónima.
Día 54 de la pandemia. Al registrar 112 nuevos decesos por la pandemia de Covid-19, México reportó una cifra de 1,311 fallecimientos en una semana, luego de que la Secretaría de Salud informa que las defunciones en las últimas 24 horas pasaron de 3,353 a 3,465.
Hugo López-Gatell, vocero de la pandemia del Covid-19, anota que la cifra de contagios acumulados fue de 35,022 por ciento, es decir, 1,562 nuevos registros que el sábado en la noche, cuando se reportaron 33,460 casos.