Por Rivelino Rueda
–Yo hubiera hecho lo mismo.
(…) Ella no ha dado su vida en vano.
Lo hizo por su impulso del corazón,
por su amor sin egoísmo,
y puso el bienestar de los demás
por encima de su propia vida.
Y no importan los resultados,
importa su ideal.
–Sobre todo –agregó–,
en este tiempo sin ideales.
Sergio Ramírez/Adiós muchachos
Faltaban trece días para su cumpleaños veintidós. Quizá ese 8 de abril de 1968, María Dolores Frías nunca imaginó que a partir de ese día su vida daría un vuelco inconmensurable.
Los hospitales, en ese momento, se moldearían al nombre que le asignaron sus padres María Luisa Luna y Manuel Frías a pocos días de que terminara la Segunda Guerra Mundial en el frente europeo.
Nacía el primero de sus tres hijos. Iniciaba su etapa de madre. Iniciaba una ruta irreversible ligada a hospitales, enfermedades, accidentes, hospitalizaciones, cuidados intensivos y malabares burocráticos en instituciones públicas de salud.
Hoy tiene casi tres meses que no se para en un hospital por aquello de la pandemia. Ni siquiera para ir por las medicinas para el Alzheimer del hombre con el que se casó hace cincuentaitrés años, y que el 6 de abril pasado cumplió ochenta y seis años.
Ni siquiera para surtirse de sus propias medicinas ni de las de su hijo mayor, Alberto, quien hace veintidós años tuvo un accidente de motocicleta que lo puso al borde de la muerte.
“Lola”, “Lolis”, “Marilolis”, “Lolita”, “Dolor” o “Dolores” nunca ha estado internada, salvo en los partos de Beto, Marifer y el hijo menor. Nunca ha caído en un hospital por enfermedad o accidente.
Fuma desde los quince. Tiene un estrés bíblico desde el abominable evento de lo de Beto, el 11 de noviembre de 1998. Adelgazó en estos años al punto de quedar casi en los huesos. Pero nada de eso la ha llevado a una hospitalización. Su temple, su fortaleza, el amor por los suyos la ha mantenido firme, ejemplar, inquebrantable, invulnerable. Eso a todos nos ha fortalecido también.
Dolores quizá ya ha pasado una cuarta parte de su vida en nosocomios de la capital del país. Pero eso ha sido por “ellos”, por “sus otros”. Al menos es lo que ha demostrado a lo largo de los últimos veinticinco años.
Fue por ahí de principios de la década de los setenta cuando Dolores comenzó a descifrar el ambiente hospitalario. Durante el parto de María Fernanda, su segunda hija, el 30 de mayo de 1971, tuvo complicaciones.
La recién nacida tuvo que permanecer varias semanas en el hospital. Dolores a un lado de ella. Íntegra. De una sola pieza.
Le advirtieron que ya no podía tener más hijos. Ella, cuando se casó, dijo que quería “unos diez”. Se lo prohibieron, a ella y a su marido. Incluso, a Dolores le advirtieron los médicos que pondría en riesgo su vida si determinaba tener otro hijo.
Marifer alivió en septiembre de ese año. En enero de 1972 algo ocurrió que, para septiembre de ese año, nacía el tercer y último hijo. Ahora sí, la fábrica se cerró para siempre.
Y es que sí. A esa pareja siempre la ha caracterizado una palabrita: la “desobediencia”.
Por ende, sus hijos salieron igual. El menor terminó dos veces en el hospital por pancreatitis severa porque desobedeció dejar los excesos. El mayor tuvo un accidente fatal por desobedecer a la insistencia de “dejar las motos ya”.
La de en medio fue contagiada de varicela por el hermano menor de regreso de unas vacaciones porque desobedeció “estar a un lado de él”, pero también desobedeció aquello de cuidar a su hermano menor y “no darle sustos” cuando estaba en cuarentena de hepatitis, allá por el verano de 1985.
Dolor siguió el proceso de todas las madres de finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. Los días de pavor para llevar a tres escuincles a vacunar los sorteaba con promesas cumplidas de paletas de hielo o gelatinas que vendían afuera de la Clínica del ISSSTE que se encuentra en Avenida Cuitláhuac esquina con Plan de San Luis, en la Colonia Nueva Santa María, en Azcapotzalco.
Nadie sabía que casi tres décadas después, a unos metros de ahí, debajo del Puente de Pantaco, la vida de todos ellos daría un vuelco inesperado, sobre todo para Dolores Frías. El accidente de Beto la orilló a un encierro permanente, sanador, silencioso, primero en distintos hospitales y luego en su casa de siempre.
Tres partos, una apendicitis a principios de 1969, el plan de vacunación de sus hijos, una operación de sinusitis a María Fernanda en 1995 y un evento cardiaco que no pasó a mayores de Mónico, su marido, fueron los únicos motivos por los que la lagunera pisó esos horrorosos y lejanos centros de salud. Todo era así, de lejecitos, de entrada por salida.
Cuando ocurrió lo de Beto, Dolores, Mónico y unos amigos estaban en Xochimilco. No sabían nada.
Marifer fue la que recibió la noticia por un compañero de trabajo. Sólo les comentó que tenían que ir al Hospital Rubén Leñero, que Alberto había tenido un accidente. No dijo nada más.
Cuando Lola se bajó del automóvil de su hija corrió hacia el hijo menor y le preguntó con un semblante devastado: “¿Dime la verdad? ¿Cómo está Beto?”
–Mal mamá. Muy mal. Si quieres que viva le tienes que rezar mucho a tu dios.
Dolores corrió a la recepción. Entró ahí. Y en ese umbral catastrófico, en milésimas de segundo, la mujer de cincuentaitrés años se despidió de su pasado para entrar a otra etapa de la vida. Inesperada. Agria. Dolorosa. Monótona. Circular. Agotadora. Pero de batallas bien libradas y bien ganadas.
Fuma un poco más de una cajetilla de cigarros al día. En las tardes, cuando prepara la comida, se echa sus “chingres” –como ella le dice a los tragos–, y duerme un poco por las tardes. Es un roble a pesar de su aspecto frágil. Ya está curtida en esto de los malos momentos.
En 2016, a Mónico se le detectó Alzheimer. En agosto de 2017 y agosto de 2018, el hijo menor fue a dar al hospital por pancreatitis severa.
En el segundo internamiento, Dolores entró al área de terapia intensiva y regañó al irresponsable que estaba ahí postrado, conectado a todos los tubos posibles. “¿Qué en serio te quieres morir? ¿Qué en serio no vas a luchar por Camila?”
Bueno. A Marilolis ya nadie se la puede “chamaquear” en eso de la ciencia hospitalaria. Tiene tres meses que no se para por uno de esos edificios grises con penetrante olor a formaldehído, debido a la contingencia epidemiológica por la Covid-19.
Ya hasta extraña las expediciones que hace cada mes para la consulta de Mónico, de Beto y de Ella.
Mientras eso pasa, mientras los médicos y enfermeras le preguntan a Mónico o a Beto algo para sus expedientes clínicos, para darle seguimiento a sus casos, y ella tiene que responder por ellos, Dolores también tiene en la cabeza qué va a preparar de comer, cómo estarán sus nietos, cómo estarán sus otros dos hijos, cómo estarán sus hermanas en Torreón, cómo estarán sus medios hermanos en Monterrey, a qué hora se va a poder prender un cigarrillo, cuándo se va a poder echar su “chingrito”…
***
Desde hace algún tiempo he querido preguntarle a Dolores, mi mamá, que si tuviera una segunda oportunidad hubiera preferido otra historia de vida, no esto.
Tengo miedo de que la respuesta sea “sí”. Pero también tengo miedo de que la respuesta sea un “no”.
…