Por Rivelino Rueda
Comprendí entonces
que un hombre que no hubiera vivido
más que un solo día
podría vivir fácilmente cien años
en una cárcel.
Tendría bastantes recuerdos
para no aburrirse.
En cierto sentido era una ventaja.
Albert Camus/El extranjero
Detrás del portón metálico de color blanco se percibe un murmullo de ingravidez pálida. Al fondo de la cochera las cubetas se apilan en aromas nauseabundos de soñoliento cloro y lejía mineral.
No hay rostros que se asomen. No hay rastro de movimiento humano. Se palpa el encierro con las manos. Se paladea el humillo blancuzco de un enorme miedo. Hay una especie de histeria por la higiene, por interponer al virus muros y muros sanitizadores.
Trapos, trapeadores, estopas y esponjas son como los pequeños artefactos letales en un campo minado. Y sí. En esta casa se percibe un ambiente de guerra bacteriológica.
No huele a limpieza. Mucho menos a escudo para frenar la infección viral. Huele a paranoia enfermiza en confinamiento. Es una especie de aromas noqueadores. Entre limpieza de alberca de balneario en Semana Santa y pasillo de hospital un lunes por la mañana. Todo sea por parar al bicho asesino.
Adentro de ese nudo martillado de membranas olfativas anida Doña Carmelita, esto según Doña Amalia, su vecina, la señora de las trampas tipo colmena para “atrapar y pulverizar” al protagonista de la peste.
Adentro, también, se escucha el rumor de una radio imperturbable que sintoniza una estación de boleros.
Tus besos se llegaron a recrear, aquí en mi boca
Llenando de ilusión y de pasión, mi vida loca
Las horas más felices de mi amor, fueron contigo
Por eso es que mi alma siempre extraña, el dulce alivio
Afuera, en el dintel del portón metálico de color blanco, cuelga un manojo de plantas de helecho, amarradas con una cinta roja. Es el primer escudo para ahuyentar al coronavirus. Es la válvula quimérica para repeler la ventisca de venenos microscópicos.
Es el báculo incorpóreo, amorfo, vagando en la nada absoluta, que detiene en seco el ataque de legiones monárquicas invisibles.
Doña Carmelita opta por su techo, por sus cuatro paredes, por su trinchera de costales de arena clorofórmica; por su infantería de supersticiones antiguas, pasadas de generación en generación; efectivas, letales, implacables.
No hay respuesta a los organilleros que reproducen el “Amigo Negro José” y que insisten en el portón blanco por unos pesitos. No hay respuesta al bolero que va de casa en casa ofreciendo sacar brillo a cualquier calzado que caiga en sus manos. Tampoco la hay para el señor que vende miel de abeja y polen.
En un pueblo olvidado no sé por qué
Y su danza de moreno veré mover
En el pueblo lo llamaban Negro José
Amigo Negro José
El confinamiento es total. Hermético. Hostil. Ajeno. Doña Carmelita se guarda hasta el final. Quizá solo saldrá unos minutos para cambiar el ramillete de helechos mágicos. Para amarrar esa cinta roja en sus tallos y para echar un rápido vistazo al desarrollo de la plaga.
Día 51 de la peste. La pandemia de Covid-19 provoca este jueves 8 de mayo el deceso de una persona cada 5.6 minutos en el país y se coloca a sólo 231 fallecimientos de una de las principales tragedias del México contemporáneo, el terremoto del 19 de septiembre de 1985, donde la cifra oficial de defunciones fue de 3,192.
Al registrarse la jornada más letal de la contingencia epidemiológica de coronavirus, con 257 decesos, la Secretaría de Salud informa que en un solo día los fallecimientos en el territorio nacional pasaron de 2,704 a 2,961 defunciones.
Perdóname si te digo Negro José
Eres diablo pero amigo Negro José
Tu futuro va conmigo Negro José
Yo te digo porque sé
Amigo Negro José