Día 18: Los exilios voluntarios por la plaga invisible

 

Por Rivelino Rueda

Foto: Camila Rueda Loya

Hay un placer tan estimulante

en mirar hacia el pasado y preguntarse:

¿Qué hubiera ocurrido si…?

Y sustituir un acontecimiento fortuito por otro,

observando cómo de un momento gris,

estéril, mediocre de nuestras vidas

surge un acontecimiento maravilloso y halagüeño

que en realidad no había logrado florecer.

Vladimir Nabokov/El ojo

 

Las cartas, los volantes de publicidad, los requerimientos, los recibos de pago, el polvo lunar y la hojarasca de primavera ya se acumularon en el garaje de Doña Isabela. Desde hace tres meses nadie sabe nada de ella.

En las calurosas noches sólo se observa un foco encendido que –dicen los vecinos—es de la cocina. Ese el único signo de vida en la casa de Isabela. Nada más.

Miles de costras putrefactas se acumulan frente a esa casa en la calle de Monte Albán, en la Colonia Narvarte. El espacio huele a tiempo. A humedad percutida. A trozos triturados de florecillas color violeta de las soberbias jacarandas. A madera acuosa. A una letal plaga al acecho.

Doña Isabela no responde mensajes. No dejó rastro luego de las primeras noticias de la peste. En otras ocasiones, cuando la epidemia de la Influenza AH1N1 en 2009, y los terremotos de septiembre de 2017 se fue con sus hermanas a Fresnillo, Zacatecas. Ahora nada. Nadie sabe nada.

Tampoco se percibe el aroma dulzón y nauseabundo de la muerte. Más bien se aprecia una huida a toda prisa. Una carrera contra el tiempo. El autoexilio forzoso al desierto. La historia de un desplazamiento voluntario. El horror lacerante de luchar contra lo invisible, contra lo inmaterial. Contra una nada que puede arrebatar todo.

Ya no hay gritos coléricos por los canes que levantan la pata en la frondosa enredadera que da a la calle. Doña Isabela corrió de ese lugar sin bajar las persianas de los cuartos de la planta alta. El Cavalier noventero azul metálico todavía tiene en sus limpiaparabrisas recados de otros días. Salió de ahí sin siquiera echar un candado, sin siquiera dejar un mensaje. Sin dar un motivo claro.

Doce semanas sin tener noticias. Laura, su vecina, recuerda que a Isabela se le veía angustiada desde diciembre; temerosa, con los nervios hechos añicos. Decía que lo del virus que había brotado en la región de Wuhan, China, era algo muy serio. Decía que esa peste ya estaba entre nosotros. Luego determinó ya no salir de casa. Las pocas veces que se le vio, antes de su desaparición, ya era adicta al gel antibacterial y a los cubrebocas.

Abandonó todo antes del crepúsculo de la plaga en México. A mediados de enero. Fue mucho antes de todo esto que se ve hoy. Mucho antes de las narrativas epidemiológicas del distanciamiento social. De los casos sospechosos, confirmados y negativos; de los primeros decesos.

Del fenómeno López-Gatell y de Susana Distancia; de la Fase Dos, el “Quédate en tu casa” y de la cuarentena; del encierro y de la emergencia sanitaria; de las calles vacías y del monstruoso nulo contacto físico.

De una ciudad que no será la misma y de la incertidumbre que alguien cercano se quede en el camino.

De los adioses diarios. De la zozobra. Del miedo.

Doña Isabela ya no alcanzó a ver que a su hermosa enredadera le salieron este año unas imponentes flores rojas. Su ausencia dio paso a que los orines de perros territoriales hayan marchitado esos capullos de lava.

 

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