Por Astrid Perellón
11 de Diciembre, 2016.- ¿Qué haces con el arte? Tal vez lo consumes en forma de un cuadro en tu sala, música en el elevador del centro comercial, artistas versátiles que te hagan bailar con globos en tu fiesta de quinceaños.
Al decir <<arte>> con seriedad y aire de conocedores pensamos que se encuentra solo en un museo, quieto y expectante por nuestras visitas esporádicas o el foro de una sala de conciertos con el artista vestido de frac y corbata de moño. Pero ¿para qué sirve?
Cuando tiene forma de macramé, podemos colgarlo en el baño pero si tiene forma de danza apasionada contemporánea… ¿qué hacemos con eso? Cierto es que el arte nos produce emociones, sin embargo también las produce la discusión con el casero u otros episodios de la vida diaria. ¡Quién necesita una tragedia shakesperiana si tiene un hijo adolescente!
Sólo podemos concluir en limpio que el arte impacta en nuestras emociones elevándolas hacia catarsis o a lo supremo. Es decir, quien no ha podido lidiar con un duelo, podría quedar anegado en lágrimas frente a una obra teatral que daría salida a lo que guarda dentro de sí. Quien se halla tranquilo, podría experimentar un júbilo sublime ante una pieza que aumenta épicamente. ¡En fin! El arte nos mueve a usar la creatividad y expresión, mismas que inspiraron al artista que nos conmueve con su obra. Es un divino círculo de compartir quién es uno realmente.
Piénsese en lo anterior cuando se vuelva a ver una extravagante muestra de incomprensible performance o un mural que imita a los clásicos en lugar de innovar. Si no inspira nada en ti, no por eso deja de ser arte.
Tal como transmite aquella rebuscada fábula del aquí y el ahora donde un punto detuvo la paráfrasis, implacablemente impidiendo que se argumentara en otras palabras lo que ya estaba dicho. El punto final es enemigo acérrimo del arte, el artista y de sus espectadores inspirados.