Thomas Bernhard: El sobrino de Wittgenstein

 

Por Rivelino Rueda

Foto 1: https://oe1.orf.at

Foto 2: https://www.anagrama-ed.es

Cada vez son más prolongadas las estancias de Paul Wittgenstein en la Baumgarttnerhöhe, en el pabellón Ludwig (el de los locos). Pero en esta ocasión el sobrino del filósofo austriaco vive sus últimos momentos en ese cataclismo para la condición humana.

El gran melómano vienés; el millonario que dilapidó su fortuna en alucinantes borracheras y acciones altruistas; el amante de las carreras de autos, el más acérrimo crítico de Herbert von Karajan, narra sus últimas semanas en ese sitio alucinante y demencial:

“Me encerraban los enfermeros en una de las jaulas, es decir, en una de las cientos de camas con barrotes que no solamente estaban totalmente rodeadas de barrotes por los lados sino también por arriba, y me tenían ahí hasta que estaba quebrantado y, por consiguiente, listo. Después vendrían semanas de una terapia de golpes y choques”.

El escritor austriaco-holandés Thomas Bernhard (Heerlen, Holanda, 1931-Gmunden, Austria, 1988) recrea en la novela El sobrino de Wittgenstein la relación entrañable de amistad que lo unió con Paul Wittgenstein, uno de los individuos más lúcidos, sabios y pintorescos de la Austria de la postguerra.

Los vínculos que lo unen a Paul datan de diez años atrás (el relato autobiográfico se ubica en 1967). La joven Irina los presenta y, a partir de ese momento, se funde una amistad a toda prueba, que incluso no se debilita por ningún motivo cuando Paul está en el pabellón Ludwig, el de los locos, y Bernhard en el pabellón Hermann, el de los tuberculosos.

“Doscientos amigos asistirán a mi entierro y tú tendrás que pronunciar un discurso ante mi tumba”, le comenta el sobrino de Wittgenstein a Bernhard unos meses antes de su muerte. De ese tamaño era la admiración que se tenían el uno hacia el otro… Pero también el gran peso de los encargos a futuro.

Bernhard estaba postrado en una cama del pabellón para tuberculosos por la agudización de problemas respiratorios que padecía desde la infancia. En ese lugar, a unos pasos de Paul, los pensamientos son todos para él. Nunca está descartada la posibilidad de ir hasta su área de confinamiento a saludarlo y platicar por horas. Al final fue el sobrino de Wittgenstein el que llega hasta la cama de Paul.

“Un día llegó el momento. Entre la comida y la hora de la visita, cuando en el pabellón Hermann reinaba una calma completa, me despertó su mano, que me había puesto en la frente. Estaba allí y me preguntó si podía sentarse. Se sentó en la cama y antes que nada le dio un ataque de risa, porque también a él le resultó de pronto demasiado cómico estar al mismo tiempo que yo en la Wilhelminenberg, tú, donde tú debes estar, me dijo, y yo, donde debo estar”.

Paul siempre dice una cosa de su familia, “me desprecia”, y así inicia con su amigo Bernhard la segunda etapa de su vida. Viajan por Austria sólo para conseguir una revista que habla sobre un director de orquesta. Visitan a su amiga Irina en los bosques del norte, donde emprendió una aventura permanente “con su musicólogo”, encerrados en una pocilga. Tomaban juntos café en hoteles de Viena y vigilaban de cerca el paso del Traunsee. “Los vieneses no saben ni reconocer al mismo Freud”, resumían siempre.

“En su entierro –resume Bernhard—sólo estuvieron ocho o nueve personas, como me consta, y yo mismo estaba en aquel momento en Creta, escribiendo una obra de teatro que, en cuanto hube terminado, aniquilé inmediatamente (…) Reposa, como suele decirse, en el cementerio general de Viena. Hasta hoy no he visitado su tumba”.

 

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