Por Astrid Perellón
Lunes 28 de noviembre, 2016.- El silencio está subestimado. Quien no tiene nada qué decir busca algo qué aportar, por presión social o la fuerza de la costumbre. Son pocos los que aprecian una plática sin reaccionar para conducirla, convencer, aconsejar, dar réplica con anécdotas propias.
¿Qué tanto tememos callarnos? ¿Sabríamos realmente escuchar? Tristemente, aún logrando mantener la boca cerrada, estamos acostumbrados a que la mente siga conversando consigo misma. No obstante, de niños sí que sabíamos apreciar con la lengua y la mente en paz, cautivados por ruidos, sonidos, quietud. ¿En verdad tenemos tanto por decir ahora?
Sucede que, de muy pequeñitos, solíamos escuchar con las emociones. Es decir, percibíamos pasión, novedad, algarabía y nos contagiábamos, cosa que podemos seguir haciendo ya de adultos. Basta con estar presente frente a quien narra algo, apreciando cómo nos sentimos con lo escuchado. ¿Nos desaniman sus quejas? Somos entonces capaces de desviar el curso de la plática. ¿Nos impregna de entusiasmo? ¡Subámonos en la ola! Por fortuna, podemos discernir entre lo escuchado… tan solo si habláramos menos.
Hagamos pues las paces con los silencios. En lugar de incomodar, veámoslos como espacios personales valiosos para sentir, no analizar. Dejemos de etiquetar lo que acontece y percibamos su impacto emocional.
Tómese como primera experiencia aquel caso de la fábula del aquí y el ahora donde nada seguía a esta frase…