Por Adriana Rebeca Pacheco Paz
Foto: Edgar López (Archivo)
La puerta vieja, rota y llena de polvo se encuentra entreabierta. Una puerta que fue improvisada con tan sólo seis troncos de árboles que no alcanzaron a madurar. Uno de ellos está roto. No brinda protección a la casa ni funciona para buen corral, ciertamente no brinda seguridad. No tiene hebilla ni cerradura pero tiene un alambre de púas que sirve, con un buen amarre, como cerradura.
Pero en el campo con eso basta para sentirse bien y seguros, pues casi no hay violencia y no se anda husmeando entre las casas, como pasa en la ciudad, en donde los asaltos, los asesinatos y los chismes están a la orden del día.
Es un pequeño terreno, heredado por su padre, en donde una casa se levanta entre ladrillo y cemento. No tiene gran decoración y no lo necesita, está a medio construir, pero cinco paredes y un techo es suficiente para poder vivir.
Afuera, un árbol extenso de buganvilia brinda sombra a lo que es un lavamanos exprés. Cubeta con agua y jabón sirve para lavar pies, manos y cara después de trabajar arreando bueyes y desgranando maíz.
San Juan Cieneguillas, Oaxaca, es un lugar humilde, con gente grande.
Quedan aquí los ancianos y las madres solteras, esperando a que sus hijos, nietos y esposos, regresen cada cuatro meses de la ciudad o hasta una vida de espera, ya que los miembros de su familia atravesaron la frontera y ahora están del otro lado trabajando duro y ganando poco, además del sufrimiento de la discriminación de las personas extrajeras día con día.
Todo esto lo hacen para conseguir pan para la familia. Ya estén cerca o lejos, les dan o mandan dinero. Mas eso no les quita la sonrisa ni el cariño a las familias, que parecieran estar en el olvido por el gobierno y hasta por la misma sociedad pudiente que no apoya.
Siempre habrá dinero pero ¿hasta cuándo?, y ¿para cuántos? En México, en donde el 50 por ciento es pobre, 40 por ciento es de clase media y 10 por ciento gente rica.
Esta es su tierra y no necesita de predio ni lote para poder asentarse en su casa. Con sólo una promesa y la “palabra” de su padre, Eugenia Gertrudis Merino vivía aquí desde que nació. Ahora tendría 89 años y tres años desde que mi bisabuela ya no se encuentra a mi lado.